Alex de la Iglesia llena con ruido y, astucia la vaciedad de un relato de Barry Gifford
'Afterglow', de Alan Rudolph, es una originalísima narración rutinariamente narrada
Ayer hubo expectación por todo lo alto en San Sebastián. Toda ella giró sobre las proyecciones de dos de las películas que más esperanzas habían despertado -Perdita Durango, dirigida por el español Alex de la Iglesia, y Afterglow, escrita y dirigida por el estadounidense Alan Rudolph- de cuantas ha propuesto este año la programación oficial. Alan Rudolph satisfizo a la mayoría y su película fue acogida con calidez, aunque da bastante menos de lo que promete. Y ante Alex de la Iglesia se produjo una inesperada frialdad, por muy calientes que fueran las antesalas de los dos pases multitudinarios de su película, que atestó el teatro Victoria Eugenia en sesión de tarde y el gran velódromo de Anoeta en un pase popular nocturno.
La tercera película del día fue la venezolana Pandemonium, la capital del infierno, dirigida por Roman Chalbaud, cuya insignificancia se benefició del estrépito que rodeó a las dos anteriores y que le hizo pasar casi inadvertida. Es una película frustrada y frustradora, en la que un cineasta experimentado se aproxima inexplicablemente a los bordes del amateurismo, pues la pantalla no llega nunca a materializar y formalizar lo que con toda evidencia sus escritores y su director intentan construir en ella, pues discurre sobre una astronómica distancia entre lo que sus imágenes buscan y lo que encuentran. Carece de sentido haber elegido este filme para concursar aquí: ni el festival se beneficia ni la película tampoco.Todo lo contrario ocurre en Afterglow, que es una película idónea para un concurso de esta especie y puede optar a un premio de entidad el próximo sábado. Es una película de esas que se dice que están condenadas a gustar en los festivales de cine a la mayoría de los asistentes, por graves carencias que contenga y ésta ciertamente las contiene. Pero por encima de estas carencias saltan al espectador de Afterglow tres plenitudes de las que no fallan en marcos de exhibición como el que ayer la acogió, pues son virtudes de este tipo las que llevan siempre las de ganar en una pugna entre películas donde, por contraste con la abundancia de cosas mediocres, lo simplemente bueno o correcto multiplica su eficacia y se vuelve más que bueno.
Literatura
De esos tres ingredientes que hacen de Afterglow una película muy atractiva, uno es la historia, el bellísimo y sorprendente relato ideado y construido por Alan Rudolph, cuya sutileza y, originalidad merece una Inmediata traducción a literatura, porque da lugar a una película que pide a gritos ser convertida en un libro casi con toda seguridad mejor que ella. Los otros ingredientes están en el cara a cara entre dos eminentes intérpretes, ya curtidos por muchos años de oficio: la actriz británica Julie Christie, a la que Rudolph regala un formidable personaje, que ella resuelve con sabiduría y deslumbrante capacidad de seducción; y el actor estadounidense Nick Nolte, que ofrece a esta hermosa mujer una réplica digna de ella.
Pero bajo estos preciosos logros hay en Afterglow una grave carencia: el contador está por debajo del cuento o, si se quiere, la originalidad, la energía y la precisión del narrador son bastante menores que las de la narración. El qué está en la pantalla muy por encima del cómo; y se sale del cine con la impresión -insidiosa, como la carcoma de una silenciosa decepción que casi no se percibe,de que Rudolph ha manejado la hermosa materia de una obra de cine excepcional y su mirada se ha quedado sin embargo limitada a un ejercicio de cine corriente. De otra manera: Rudolph concibe mentalmente una maravilla con capacidad para deslumbrar y luego materializa en la pantalla esa potencialidad muy por debajo de donde podría haber llegado. Afterglow es por ello mejor cuando se la piensa que cuando se la ve. Y esta regla de oro de la valoración crítica lo dice todo.
Exactamente lo contrario ocurre con Perdita Durango: es una habilidosa y brillante materialización de una vulgar e incluso grosera historia. Mientras se ve da la impresión de ser mucho, pero luego, cuando se piensa o cuando la película es vista rebobinada y proyectada en la radiografía de la pantalla mental, se descubre su inorganicidad, su vaciedad, su inanidad. Alex de la Iglesia derrocha olfato, astucia y acumula ritmos exteriores en forma de frenéticas y efectistas trepidaciones de montaje. Nos golpea con una saturación de decibelios en la banda sonora, que así está destinada a encubrir la falta de verdad y de sutileza existente en el ritmo interno -o más bien en la falta de él- de la secuencia, es decir: de la organización subterránea del tiempo. Esto busca neutralizar la capacidad de respuesta y de autodefensa del espectador, abrumándole con un chaparrón de vistosidades, de brutalidades, de extravagancias y de subrayados musicales histéricos, tonantes y atronadores, que ocultan la carencia de médula en el silencio interior del relato. De modo que éste parece vertiginoso y en realidad está completamente quieto, varado en la inexistencia de personajes o de vida; que es lo que lastra al pobre, deleznable espectro de novela de donde proviene.
Alex de la Iglesia salva su honor y su equipaje profesional proporcionando soluciones comerciales seguras, casi garantizadas, al tramposo guión que ha filmado. Pero su esfuerzo no aporta apenas nada -salvo afinamiento de oficio, considerado éste en sentido mecánico- al talento de un cineasta dueño de una visión penetrante y sin equivalente de las cosas, capaz de hacer ver lo ya visto -basta recordar su portentosa imagen de Madrid en El día de la bestia- de manera que parezca inédito, nunca antes visto hasta que él lo ha mirado.
Babelia
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