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Luto de piedra

Vicente Molina Foix

Muchos hombres sueñan con ser estatua mañana, y algunos lo consiguen. Ahora mismo yo acabo de contribuir a la erección de un monumento en memoria de un escritor que admiro, pero lo he hecho con una punta de duda. ¿Le aprecio tanto como para querer un día encontrármelo de piedra al doblar una esquina o buscando a mi perro que se ha perdido en los senderos del parque? La posteridad es un jurado popular que pocas veces yerra en sus fallos y el reo no precisa en este tipo de comparecencias post-mortem del apoyo escultórico para labrarse una reputación.Y luego está la segunda pregunta. ¿Querrían él o ella verse así perpetuados en la plaza del pueblo que muy probablemente les vio crecer y luchar con indiferencia? ¿Estaría de acuerdo Oscar Wilde (el artista por quien yo he enviado mi cheque) con la iniciativa del difunto director Derek Jarman que ahora trata de llevara la práctica un comité presidido por el actor lan McKeIlen, y según la cual el autor de Salomé se vería por fin, por vez primera, honrado en las calles del Londres que hace 100 años le escupía a la cara?

Algún amigo mío, sensible al arte no aguanta los, monumentos públicos, por mucho que algunos, lleven la firma de Donatello o Rodin. En muchos, es verdad, lo que el poeta llamó desdeñosamente "el hipócrita beso del mármol" resulta hiriente, pues la estatua está erigida frente a la buhardilla donde el pobre pintor genial malvivió o cerca del escaño del que el padre de la patria fue echado, en una, votación. Siempre he creído que es más la mala conciencia popular que la mala retórica del tallista lo que adorna con una profusión valenciana tantos grupos monumentales de nuestras ciudades, en los que el prócer mira al vacío desde una cima de piedra a la que tienden sus manos damas de la fortuna con la pechera abierta, niños famélicos, pescadores con chubasquero, sevillanas de faralaes o varios miembros de la fauna ibérica malheridos. Todos queremos llenar con cenefas florales y altorrelieves el vacío que fue nuestra relación con el ser muerto incomprendido o pura y llanamente desaparecido.

Yo soy un fanático de las estatuas dle la calle y todas me gustan exceptuando, como es natural, las que pone en Madrid el alcalde José María Alvarez del Manzano. El género soldado, conocido y desconocido, es el más antiguo y quizá por eso el que más obras bellas ha dejado en los pedestales; hay en los condottieri venecianos, en los más grandes capitanes del Tercio y hasta en los generales con prismáticos del Ejército norteamericano una marcialidad noble que a veces enmascara la verdad de la historia, pero se amolda bien a la propia rotundidad material de la piedra o los metales. Pero también me gusta ver en petrificación a los artífices de lo delicado, Baudelaire o Cervantes, Emily Dickinson, Lorca y Rilke (que le habla al cliente de tú a tú, desde su talla, en los jardines de un hotel de Ronda). En su interesante texto Duelo y melancolía, Freud analizó los paralelos entre la situación melancólica del paciente por amor y aquélla más determinada que sufren los que han sido afectados por un fallecimiento cercano. En ambos casos, se produce la pérdida de un objeto libidinal que el individuo puede tratar de resolver por medio de unos mecanismos narcisistas que persiguen la identificación del yo con el objeto escamoteado; el cúmulo de los simbolismos rituales que van desde el propio acto del entierro, el funeral, la esquela, el luto, el homenaje, la publicación en su caso de la obra inédita, es así, me parece, el paliativo de los supervivientes a esa tendencia a perder el interés por el mundo exterior que puede producirnos el traumatismo de la desaparición.

En un tiempo que cada vez simplifica más y desmaterializa las respuestas humanas a la muerte, yo me consuelo pensando que tal vez un día, contentos no sólo con leerle, el mundo exterior a la literatura nos permita identificarnos con un Wilde o un Aleixandre reconvertidos en paseantes de bronce de nuestra misma ciudad real.

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