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El nervio de la guerra

Si ya antes de la entrevista de cuatro parlamentarios vascos con el preso etarra Juan Lorenzo Lasa, hace casi tres meses, estaba negro el porvenir de José Antonio Ortega, después de ella la negrura no ha hecho sino acentuarse, si cabe, todavía más. De confirmarse los rumores según los cuales el secuestrado atraviesa una crisis depresiva, ETA podría devolverlo a la sociedad, pero ¿en qué estado? Todo permite suponer que haría falta que estuviera hecho una piltrafa -física o psíquicamente- para que sus verdugos se decidieran a ello, a menos que optaran por eliminarlo fríamente. Lo que parece seguro es que, si se encuentra en estado medianamente -llámemoslo- decoroso, no lo devolverán a menos que el Gobierno central haga unas concesiones que, por ahora, no parece dispuesto a hacer. De modo que no se ve por ninguna parte el final de un cautiverio que ha durado ya 15 meses.Tampoco se le ve todavía el final al que está padeciendo, desde hace cinco, Cosme Delclaux; pero el margen de esperanza es, en este caso, mucho más amplio, ya que, en la siniestramente larga lista de los secuestros de ETA, se cuentan con los dedos de una mano los que no han terminado con la liberación de la víctima. Y la familia Delclaux parece tener la voluntad y los medios de pagar esta liberación a un precio susceptible de ser aceptado por los terroristas. Lo que no sabemos -y es lógico que no podamos saber- es si el regateo ha empezado ya, ni si (en el supuesto de que haya empezado) se halla próximo a su fin, ni cuándo y cómo se producirá la liberación si es que los etarras cobran el rescate.

No es éste el caso de Ortega, por cuya libertad nadie va a entregar a ETA un solo céntimó. En primer lugar, porque lo que piden los secuestradores a cambio de ella no es dinero, sino unas medidas que ni la familia, ni los amigos, ni los compañeros de trabajo de Ortega, ni las innumerables personas que simpatizan con éste y se duelen de su martirio están en condiciones de tomar, pues sólo el Gobierno central puede tomarlas. Y el Gobierno central, mientras las cosas estén como están, no parece que las tomará. En segundo lugar, porque nadie va a reunir una suma tan colosal que haga cambiar de opinión a ETA y preferir cobrarla a arrancarle al Gobierno las medidas de marras. Sin embargo, bastaría que uno de cada cinco españoles aportase la ridícula cantidad de 100 pesetas (el precio de un café en cualquier bar) para reunir un rescate de 800 millones, capaz de hacerle reflexionar -y hasta, quizá, de hacerle cambiar de parecer- al más pintado. Pero ¿quién va a imaginar que el Gobierno tolere una suscripción popular para llenarle a ETA las arcas con el fin de que pueda seguir matando y destruyendo?

Como bien sabemos, el dinero es el nervio de la guerra. Para impedir que ETA consiga el que necesita para proseguirla, los poderes públicos están obligados gravemente a hacer todo lo posible y hasta lo imposible. En la hipótesis (muy dudosa) de que lo hayan hecho hasta ahora, su fracaso está bien claro a la vista del desenlace de casi todos los secuestros precedentes: liberación a cambio de cuantiosísimo rescate que nadie ha impedido cobrar. Este fracaso reiterado de la autoridad legítima, con grave daño del interés general, es lo que alimenta la esperanza de los familiares de Cosme Delclaux y acentúa la diferencia entre su caso y el de Ortega, económicamente inerme.

Cierto es que, por esta vez, la previsión puede fallar; pero lo más verosímil es que volvamos a asistir a la liberación del cautivo rico a cambio del dinero destinado a costear la muerte de quienes no pueden pagar rescates, además de nuevos secuestros de quienes pueden pagarlos. Mucho más difícil es calcular -ni siquiera con un gran margen de error- cuándo se producirá el acontecimiento. Sea cual sea la fecha, me temo que la sociedad no esté psicológicamente preparada para ver en la calle a Delclaux (como es su perfecto derecho) si Ortega, con 10 meses más de cautiverio sobre sus espaldas (y con un derecho igualmente perfecto), no ha sido liberado previamente. Piénsenselo bien quienes tengan que pensárselo. ETA la primera. Y también los poderes públicos, a los que podría costar más caro que nunca su fracaso en impedir el cobro de un rescate.

José Miguel de Azaola es escritor.

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