Zaire, hora cero
Por paradójico que resulte, lo más sorprendente de la crisis de Zaire no es la rapidez con que se ha desmoronado el régimen de Mobutu ante al avance de las tropas de Laurent Kabila. Lo que de verdad desafía el sentido común y roza el ámbito de lo inverosímil es que un régimen así haya podido sobrevivir hasta esta fecha.Alzado al poder en 1965, tras un lustro de independencia y de guerras civiles, Mobutu ha conseguido bordear el abismo durante más de 30 años. Golpes de Estado, intentos de secesión, insurrecciones del Ejército y de la policía, revueltas populares: el poder de este curioso oficial -cuyo atuendo de leopardo ha pasado a formar parte del imaginario político africano- parecía asombrosamente inmune a cuantas convulsiones han asolado uno de los mayores países al sur del Sáhara. Más allá de la represión sobre sus rivales políticos, o de la corrupción sin posible parangón en ningún otro lugar del mundo, la imagen de Mobutu que prevalecerá es la de un jefe de Estado que ha gobernado desde la más absoluta indiferencia hacia su país y sus habitantes. La de un dirigente que ha llevado hasta el extremo esa patente de corso que, bajo diferente cobertura ideológica, el mundo desarrollado no ha dejado de conceder a los líderes africanos desde el momento mismo de la independencia.
A favor del mantenimiento de Mobutu en el poder han jugado así las principales iniciativas políticas y conflictos que se han desarrollado en África. En primer lugar, y como otros tantos países que no proceden originariamente de la esfera colonial francesa, el Gobierno de Zaire supo instrumentar en su favor los requerimientos para incorporarse al proyecto de la francofonía. Iniciadas las tensiones con Bélgica, la antigua metrópoli, desde la fecha de la independencia en junio de 1960, las autoridades de Kinshasa encontraron que la aproximación a Francia representaba no ya un padrinazgo internacional alternativo, sino un medio idóneo para que sus atropellos y violencias contra los propios zaireños pasaran a un discreto segundo plano. Al abrirse una pugna entre dos Gobiernos europeos para discernir de qué lado quedaría el antiguo Congo en el reparto de áreas de influencia poscolonial, lo importante dejaba de ser qué tipo de Estado estaban construyendo los nuevos dirigentes, qué formas estaba adoptando el ejercicio del poder, qué sucedía en el interior de las fronteras.
En segundo lugar, el régimen de Mobutu se benefició de las implicaciones internacionales de la guerra civil en Angola. Desencadenada en 1975, la lucha abierta entre las organizaciones nacionalistas de Jonás Savimbi y Agostinho Neto acabaría arrastrando a Suráfrica y Cuba, y todo ello con el telón de fondo de la pugna entre soviéticos y norteamericanos en África. El papel de Mobutu a lo largo de todo el conflicto -apoyando y sirviendo de base a los rebeldes de UNITA- adquirió una nueva dimensión a partir de los acuerdos de Nueva York en 1988. Gracias a ellos se produce la retirada cubana de Angola y la independencia de Namibia, al tiempo que cambia el sentido de la estrategia norteamericana en la región, que empieza a apostar por el diálogo más que por la manipulación de los conflictos regionales. En el nuevo diseño, la UNITA de Savimbi no se considera ya como alternativa de gobierno, sino como un instrumento de presión para lograr la democratización de Angola. La incomodidad de la postura de Washington -que debe, por un lado, negociar con las autoridades de Luanda en el marco de los acuerdos de Nueva York y, por otro, apoyar a la guerrilla que las hostiga y combate- se verá aliviada por la intervención de Mobutu, que aceptará asegurar el suministro de UNITA en el territorio de Zaire. Como en el caso de la francofonía, el Gobierno de Kinshasa se siente requerido, cortejado internacionalmente. Pero igual que entonces también, ¿a quién le importaba lo que seguía ocurriendo dentro de las fronteras de Zaire?
La reacción de la comunidad internacional a la crisis de los Grandes Lagos, en 1994, constituye la tercera y hasta ahora última gran ocasión en que Mobutu consigue ocultar la explosiva siuación de su país detrás de una pantalla de altas gestiones interacionales. Por una parte, los su esos aparecen siempre vinculados a la inestabilidad política en Ruanda y Burundi, sin conexión posible con la realidad interna de Zaire. Por otra, la respuesta humanitaria por la que optan s países desarrollados presenta para él la ventaja de ignorar las realidades políticas, de concentrar todos los esfuerzos en mejor las condiciones de vida de los refugiados y no en poner fin a las causas que provocan el éxodo de ¡les de desdichados. El régimen e Mobutu vuelve a ser requerido, cortejado. En el territorio de aire se asientan los principales campos de acogida, en él operan decenas de organizaciones humanitarias, por él hubieran transitado las fuerzas internacionales si los refugiados no hubieran preferido huir de sus secuestradores en vez de aguardar la llegada de limentos y medicinas. Y todo ello sin que la verdadera naturaleza del régimen de Mobutu, sin que la insostenible realidad interna de Zaire haya merecido, tampoco esta vez, una mínima atención o comentario.
Pues bien, lo que no se ha podido o no se ha querido ver durante más de 30 años ya está aquí. El avance de las tropas de Laurent Kabila hacia Kinshasa se ha parecido más al derribo de un inmueble carcomido por las termitas que a una guerra civil. La cuestión consiste ahora en saber la actitud que adoptará la comunidad internacional ante la nueva situación de Zaire, sea cual sea el resultado de esta crisis. Existe, por una parte, el riesgo de que la competencia entre Francia y Estados Unidos acabe sustituyendo la que se estableció en su día entre Francia y Bélgica o entre Washington y Moscú, reproduciendo de paso con Kabila esa especie de escalada en la condescendencia que hacía que, cuanto mayores fueran las barbaridades de Mobutu, mayores fuesen también las tragaderas de sus mentores si con ello su patronazgo sobre Zaire no sufría menoscabo. Pero existe además el riesgo de que se persista en la aproximación humanitaria, lo que no supondría otra cosa que reclamar para las agencias de cooperación y las organizaciones no gubernamentales las responsabilidades hacia una población exhausta y en la miseria, de cuya suerte debería responder antes que nadie quienes gobiernen Zaire.
Si por una vez se aprendiera de los pasados errores en África, la conclusión que se podría extraer es que la forma en que Laurent Kabila se está alzando al poder, la legitimidad armada que lo sostiene, no permite asegurar con la rotundidad que sería deseable que los principios de la nueva era vayan a ser muy diferentes de los de la anterior ni que lo que venga después vaya a ser del todo distinto de lo que había antes. Por ello, una de las pocas cosas juiciosas que cabría hacer en esta hora cero que está a punto de sonar en Zaire es tratar al Gobierno que resulte como se trataría a cualquier otro Gobierno del mundo, y no con esa mezcla de ingenuidad, paternalismo y benevolencia con que se ha venido contemplando desde siempre todo lo que tiene que ver con África.
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