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Tribuna
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A la sombra de los cipreses

Ricardo y Emilia Berla, Manuel Ortínez -segundo de Tarradellas en aquel momento y reciente converso a la democracia cristiana-, Marta y Javier Villavechia, y yo, fuimos a Llofriu a ver a Pla una tarde de otoño al final de los setenta. Ricardo Berla le había anunciado su visita para darle la Opera Omnia de Ugo Foscolo, un poeta nacido en 1778 en la isla de Zacinto frente a la costa de Albania, llamada también Zante como habría de hacemos saber Pla aquella misma tarde para, asombro de todos. Pero el asombro se había iniciado unos meses antes, en otra visita que acabó en cena en un restaurante cerca de Pals, cuando al citar Ricardo Berla unos versos del poeta, Pla había respondido con otros, de tal modo que habían terminado la velada recitando de memoria a dúo el poema completo, I sepolcri.Ricardo Berla, director de Hispano-Olivetti, era, fue durante todos los años de su vida profesional, un empresario como nos gustaría que fueran los empresarios del mundo entero en una sociedad feliz y perfecta. Eran los años en que Adriano Olivetti se había convertido en un mecenas de las artes. Ya en 1960 Ricardo Berla había encargado la casa central Olivetti de la Ronda de la Universitat a los arquitectos Banfi, Beljoioso, Peressutti y Rogers (BBPR), y posteriormente, del 65 al 71, las 15 sucursales a los arquitectos barceloneses Federico Correa y Alfonso Milá. Gracias a él pudimos ver en Barcelona, entre muchas otras exposiciones, la famosa colección Mattioli de arte moderno. Pero además invitaba, constantemente a arquitectos italianos, lo que sirvió para establecer unos vínculos con Barcelona que habrían de influir de forma determinante en la, arquitectura de aquellos años. Incluso se había dicho en 19681que,uas participar en manifestaciones violentas, Ridolfi, Gregotti, tal vez Gardella también, aunque no es probable, y muchos otros, se iban a Barcelona a dar sus conferencias huyendo de la policía de Milán y de Roma, y allí esperaban hasta que los ánimos se hubieran calinado.

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No es de extrañar, pues, que Ricardo Berla supiera de memoria no sólo I sépolcri, sino también párrafos enteros de otros muchos poetas, lo que para todos nosotros, lo mismo que para Josep Pla, era una novedad. Con algunas excepciones, no estábamos acostumbrados entonces, ni mucho menos lo estamos hoy, a tales exquisitices culturales por parte de los altos cargos de las grandes empresas.

Pla nos recibió en la sala del primer piso vestido con pijama, bata de paño y zapatillas de fieltro, y creo que también con la boina puesta, aunque ya no se si lo que ve mi memoria es una reproducción exacta de lo que ocurrió o se han añadido imágenes y fotografías de otros momentos a aquella tarde de luz borrosa, con destellos de poniente entrando por los postigos medio entornados, tras los cuales una barrera de cipreses ocultaba a medias la montaña del Montgrí. Después, cuando ya oscurecía, la única bombilla de una lámpara sobre la mesa, junto a la chimenea, puso un tono ocre mas apagado aún a la habitación. Pla bebía whisky a sorbos pequeños pero constantes de una botella que tenía al alcance de la mano. Entre verso y verso, y mientras miraba con arrobamiento el grueso tomo que Ricardo Berla le había llevado, nos ofreció un Vaso de vino áspero y rojo, tan denso que dejaba pastosa la boca y tan ácido que me fue imposible saber si se debía al tiempo que llevaba abierta la botella o si era así el vino que se hacía en el Mas Pla.

Aquella tarde no estaba muy hablador. Nos miraba como se mira a las personas que están lejos y cuya presencia nos es casi indiferente, y volvía la vista al libro con más atención hasta que en una página abierta al azar encontraba un verso o una palabra que desvelaba el recuerdo de una estrofa entera. Y entonces, tirando del hilo de una memoria antigua, levantaba la vista hacia Ricardo y, como si respondiera con retraso a una pregunta o a una invitación lejana, recuperaban la vida sus ojos de párpados rojizos, se dejaba mecer por el ritmo del poema y recitaba sonriendo las palabras que fluían sin cesar. Sólo recobró la soma cuando ya de noche y con aire cansado nos despidió: "l vosté, senyoreta, no creixi más [y usted, señorita, no crezca más]", me dijo al darme la mano, y sin hacer caso de mi perplejidad se dio la vuelta para despedirse del que venía detrás de mí. No volví a verlo. Murió al cabo de un año, tal vez dos, no lo recuerdo. En cualquier caso, la premonición ya debía de estar dando paso a la certeza y es probable que no fuera aquélla la última vez que le vinieran a la memoria los versos de Foscolo: "All'ombra dei cipressi e dentro l'urna é forse il sonno della morte men duro".

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