El arte del tacto: "¿Has comprado algo?"
Enterrada que fue la cenicienta sardina, procedió a inaugurarse Arco con lo mismo de siempre y algo nuevo, que es lo que nos falta por ver. De lo que cabe concluir, para empezar con buen pie, que no puede ser hija del azar, en un país tan previsor como el nuestro, la infeliz coincidencia de verse echando un pulso la pérdida visible de la carne y la ganancia invisible del espíritu. Si con eso concluimos, en pleno festival de Luis Gordillo, ya tendremos mucho más fácil elegir después, en fantasía o en propiedad, entre la montaña canaria de Mahoma (predestinada a ser paraíso) y el retratón de Juana de Aizpuru, tamaño natural (predestinado a parecerse cada vez más). Pues, por el simple hecho de entrar allí y de irte codeando lo mismo con Alberto Cortina que con Paco Lobatón, vas a tener derecho a ser interrogado por los buenos amigos: "¿Has comprado algo?". Dado que no es mía, entiénda se muy bien dicha frase. No es una pregunta retórica. Tampoco esconde una broma. Entre allegados, jamás induce a error. Se trata de preguntarte por la adquisición virtual de esa pieza salvada del diluvio de neón, abriéndose camino con puros comentarios metafísicos: "¡Pues fijate que a Albers yo no le acabo de coger el punto!". En consecuencia táctica, se está obligado siempre a responder. Yo he transgredido el código este año, lo confieso, saltando de la posesión virtual a la compra de una obra palpable.Me la ha vendido un artista paraguayo, Benjamín Velasco, que por allí andaba sentado, en un rincón cualquiera del recinto ferial, apenas protegido por esta diminuta pancarta: "Lo que te toque". Y me tocó una foto silueteada, en color, de Anthony Quinn en el papel de Atila. El artista arrinconado firmó la efigie por detrás: "Recibida de manos de Benjamín Velasco". A fe que en ese instante me sentí copartícipe del acto de honradez de un artista que hizo hincapié en la entregá, con natural descaro, en mengua irrefrenable de su autoría. ¿Cerraba un ciclo o se exponía a abrir bocas? En cualquier caso, a mí me había tocado lo que me había tocado. Ante lo cual, como residuo palabrero del didactismo ayer en boga ("estos dorados, en tu comedor, quedarían preciosos"), el artista paraguayo deslizó: "Véalo como un pionero de todo esto". Y así he empezado a verlo, dócil como banderas de colores al viento. Mientras tanto, seguro que a algún presentador de televisión se le ocurre sacar de su mollera a un mono pintarrajeando ("el arte, ¡qué cosa tan abstracta!") para que luego digan los telespectadores, sin pensar en Kounellis, "cágate, lorito", y nada menos que en pleno primer viernes de cuaresma.
En la obra adquirida luce Atila Quinn moño descarado, flequillos varios, pendiente putón, mostachos parentéticos, mirada bobaliconamente entreabierta (a punto de decirse para sus adentros: "Yo también puedo ser malo"); en fin, en fin, en fin, pestañas genuinamente auténticas, con una pinta loca de postizas, y, eso sí, aunque también, un raro poderío en las cejas: trazos de Tápies, juraría un filósofo que yo me sé promesa; rasgos resolutivos y ascendentes, de donde brotar pudo, en cascada, aquel dicho tan nuestro de "entre ceja y ceja". O sea, que, de tanto no tenerlo, se le acaba viendo el plumero.
Tal vez a Anthony Quinn, disfrazado de Atila, le tocase tener que demostrar en su día un cúmulo excesivo de cosas, entre las que, por suerte, no se hallaba ese ovillo de si sería regular o pésimo actor. De hecho, inauguraba una larga etapa en la que lo distinto iba a ser confundido aviesamente con lo exótico, ese conglomerado portentoso de cachivaches absurdos, visibles o invisibles, según las modas. Tuvo, pues, que demostrar que podía ser hombre o demonio, que era mucha la competencia de galanes dispuestos a recibir la salivilla rosa de Doris Day: "¡Qué demonio de hombre!" Ahora, un probo artista paraguayo, Benjamín Velasco, ha aprovechado Arco 97 para asignarle un origen a tanta mueca demostrativa. Cómprale tú, lector, lo que te toque.
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