De repúblicas, academias y vejestorios
FRANCISCO AYALAEl escritor olvida su renuncia a escribir sobre lo que llama pública cotidianeidad y "sale de plaza" para responder a unas alusiones a él escritas por Eduardo Haro Tecglen.
Desde hace varios meses, más de medio año ya, había renunciado -no sin pesar- a intervenir con mis escritos en los debates o comentarios de la pública cotidianidad; y en esa reserva me hubiera mantenido si unas recientes alusiones de persona tan querida y estimada por mí como Eduardo Haro Tecglen no vinieran ahora a sacarme a plaza. Me obliga el buen amigo a hablar de mí mismo, y no se cómo mi pesada prosa de nonagenario se las compondrá para hacerlo sin demasiada solemnidad frente al estilo nervioso, ágil, impactante, de su pluma (¡perdón!: de su ordenador). Pero, en fin, vamos allá: se hará lo que se pueda.Para empezar, quisiera aclararle -a ver si lo consigo- cómo es ésa mi "rara forma de república" que, a cambio de halagüeños elogios, me reprocha. Quizá un antiguo y mínimo recuerdo mío le diga algo al respecto. Cuando el 14 de abril de 1931 cayó por fin, agotadas sus últimas reservas, la monarquía borbónica, consideré que este acontecimiento abría nuestro país hacia un futuro que razonablemente esperábamos mejor, y compartí el júbilo de la inmensa mayoría de mis conciudadanos. Sin embargo, cuando ya en la tarde de ese mismo día mis amigos, alborozados, se empeñaban una vez y otra -creo haberlo contado en el libro de mis Recuerdos y olvidos- en adornarme la solapa con uno de los lacitos o escarapelas republicanas que de pronto aparecieron distribuidos por doquier, me apresuraba yo a desprenderme discretamente de la insignia: nunca me han gustado las etiquetas; siempre me he resistido a cualquier marchamo o catalogación... La anécdota, mínima como es, revela al mismo tiempo un rasgo esencial de mi carácter, y la actitud que él me imponía en aquel momento frente al nuevo régimen cuyo advenimiento saludábamos con tanta esperanza de futuros bienes. Esa reticencia de principio es sin duda un incómodo rasgo de carácter, ya lo sé. Pero tampoco ignoro lo que, con toda su incomodidad y hasta inconveniencia, significa en el fondo. Como quiera que sea, es para mí rasgo irrenunciable, y si a lo largo de la vida me ha impedido la confortación de sentirme arropado dentro de ninguna especie de comunión o iglesia, me ha librado también en cambio de los desengaños y consiguiente desconcierto mental sufridos por tantísimas buenas gentes cuyos dogmas político-sociales quedaban en un momento u otro despojados de validez por alternativas de la realidad histórica que de la noche a la mañana hacían improbables y fútiles sus firmes y arraigadas creencias. En una palabra, querido Eduardo: mi república no era ni es una ideología, sino que fue una eventual posibilidad, y por desgracia quedó frustrada. Tengo la convicción de que tampoco el conjunto de los españoles la recibieron y vivieron como implantación de un modelo según programa ideológicamente elaborado; pero no sería ésta ocasión de discurrir sobre ello.
Ese libro, El niño republicano, que usted ha publicado fue leído por mí con un sentimiento de honda ternura; el niño republicano de su libro era para este nonagenano un caso conmovedor; no el niño republicano típico, sino un niño republicano concreto: usted. Quizá ese conmovido sentimiento mío -soy bastante reservado en mis sentimientos- rezumaría, no lo sé, quizá, en el comentario que en estas mismas páginas le dediqué. República y guerra civil habían marcado indeleblemente a aquella criatura tierna, que medio siglo después aún se duele y aún clama, y a la que -tal vez con mejores títulos que a su destinatario- conviene hoy día el que ha puesto usted a uno de sus artículos de referencia; a saber: "El siempre rojo, siempre vivo". Aquel comentario mío era testimonio inequívoco de mi intento de comprender al Eduardo Haro de ahora desde el niño de aquel entonces, y también de mi respeto al temple moral del personaje.
Al mismo tiempo, trataba de presentar ahí, con el forzado esquematismo de un trabajo periodístico, mi propia visión del mundo entorno -el mundo de aquel entonces, y el de después-, un mundo que tan radical, despiadada y ferozmente ha ido transformándose conforme avanzaba este siglo que ya da las últimas, desesperadas boqueadas, y donde, rara vez he tenido la suerte, de sentirme en conformidad con las corrientes de opinión que dominaban a mi alrededor. He procurado siempre razonar las mías' frente al vértigo de las cambiantes situaciones históricas, de analizarlas e interpretarlas con la mayor objetividad de que era capaz; y aunque todo escritor aspira a entablar con sus eventuales lectores ese entendimiento profundo mediante el que les entrega su propia y esencial personalidad, es lo cierto que sólo los mayores artistas del lenguaje atinan alguna vez a lograrlo. En la práctica, resulta tan improbable alcanzar a través de la letra impresa ese grado de comprensión por cuya virtud el lector se apodera hasta de la más secreta intimidad del hombre que escribió aquella página, como lo es en los contactos diarios de la vida social que se establezca una compenetración semejante entre dos seres humanos, a menos que en la relación intervenga el ingrediente decisivo de un factor sentimental; y aun así... Quizá sea que estamos condenados a desconocer a nuestros prójimos, a convivir irremediablemente en el equívoco, pese a cuantos esfuerzos llevemos a cabo por disiparlo; esfuerzos que de todos modos debemos proseguir sin descanso...
Así, pues, y para terminar: no crea, querido Eduardo, lo que dice que le han dicho que he dicho yo; eso. de que no le votaría a usted nunca para un sillón de la Academia porque sus conceptos de República no son los míos. Sin mala intención de nadie, suele ocurrir que de boca en boca las palabras se cambian, tuercen y malinterpretan; y eso debe de haber ocurrido en este caso. ¡Qué le vamos a hacer! Lo que me humilla es que usted pueda haberme creído capaz de enunciar necedad semejante... Un voto académico responde tal vez a consideraciones más diversas; incluso -¿por qué no?- a la de que el candidato sea "uno de los nuestros". ¿Es Cebrián "uno de los nuestros", como usted afirma? Pues, bien, ¡me alegro tanto!
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