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Transgénicos

La fracción acomodada de los humanos está alcanzando el más vasto potencial de todos los tiempos. Ha quedado atrás, la capacidad de destrucción global por guerra nuclear. No es que se hayan destruido todos los arsenales, como exige la coherencia y seguimos esperando, sino que la manipulación genética ya ocupa el primer lugar en la lista de lo peligroso. Las posibilidades dañinas de la alteración de cualquier forma viva para que pierda o gane alguna característica, para que se convierta en otra especie, resulta tan inabarcable que, cuando menos, exige todas las cautelas.Cierto es que la biotecnología, podría alcanzar sanos y hasta muy constructivos objetivos. Además es legítima como incremento de nuestro saber. Conocimientos que afortunadamente incluyen la información de que no menos obvios resultan los enormes riesgos de cualquier mínimo error en su uso. Porque, tras el diseño a la carta de nuevos organismos, conductas, reacciones, tejidos o células pueden quedar arrinconadas las formas vivas espontáneas. No menos las producidas por la lenta y sabia constancia de cientos de generaciones de agricultores y ganaderos. Éstos pasarían de ser dependientes de los aparentes caprichos de la naturaleza a los de los intereses de una veintena de multinacionales. Es más, las consecuencias de la liberación en el medio de nuevas formas vivas pueden provocar, como ya se ha comprobado, tras la introducción de especies en ámbitos ajenos, verdaderas hecatombes. Se estima al respecto que cerca del 30% de la extinción a lo largo del último siglo en las islas, se han debido a la irrupción de animales de los continentes. Nadie sabe lo que puede acarrear la llegada de transgénicos al medio. Incluso no pocos podrían tener una fínalidad bélica.

Por su parte, los alimentos manipulados carecen de un mínimo aval de garantía de inocuidad a largo plazo para la salud de los seres humanos.

Por si todos estos argumentos fueran de escasa validez, no, lo parece en absoluto el hecho de que, tras buena parte de la biotecnología, se esconde un proceso de privatización de la vida. Ya hay plantas y animales patentados contra lo contemplado en el tratado internacional sobre la diversidad biológica porque si hay algo, patrimonio común de los vivos, es la vida. Queda bastante claro, al mismo tiempo, que la pérdida de multiplicidad es una de las tragedias silenciosas del momento. El riesgo es que este mundo acabe poblado tan sólo por unos pocos centenares de especies, las de alto rendimiento, en lugar de por los millones de la actualidad. La vida ya ha acreditado irrebatiblemente que la mejor autodefensa es el excelente ataque, de ser mucha y variada, simplifícarla es destruirla.

Que algunas de las más intensas batallas legales del momento en Estados Unidos se estén librando entre científicos independientes y las multinacionales de la química ya debería movemos a reflexión. Que varios países hayan decretado moratorias y otros se opongan claramente a la comercialización de productos manipulados resulta esperanzador, aunque ya sean varios los alimentos, como la soja transgénica, que han llegado, sin aviso a nuestras mesas. Que junto a los sabios -como ya sucedió con la capa de ozono, el efecto invernadero- se movilicen millones de ciudadanos también abre la puerta a la indagación rigurosa en los campos de la ética y la política.

No hay nada baladí en la circunstancia de que el primer acto de Helena Fusté, como presidenta de Greenpeace España, haya sido ir a la cárcel por oponerse al desembarco en Barcelona de un cargamento de soja manipulada genéticamente. Y aunque no hubiera secuela perniciosa para la salud de los humanos, ni para el derredor espontáneo, ni para la independencia de los países en espera de un mínimo bienestar, la suspensión de cualquier forma de libre circulación de los alimentos o seres transgénicos sería oportuna. Porque si no somos capaces de arbitrar por el control imaginable y no impedimos que se patente la información genética y sus creaciones, daremos todavía más poder a los más poderosos.

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