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'Off-off

Vicente Molina Foix

La costumbre de ir al teatro durará, pero nadie sabe si los teatros perdurarán, ni en qué forma. En 1925 había 80 salas llenas de público en el parque teatral más célebre del mundo, Broadway, nombre de una avenida que cruza de arriba abajo Manhattan y en la que, sin embargo, sólo se encuentra una minoría de los locales que le dan fama, extendidos por las calles adyacentes, sobre todo entre la 41 y la 53. De esos 80 teatros no quedan ahora ni la mitad, y la "gran vía blanca" ("the great white way", así la bautizaron en el fin de siglo pasado) y su amplia zona se identifican cada día más con un tipo de espectáculo masivo y grandioso, el musical, hasta el punto de que hace unos meses el comediógrafo más seguro de Broadway, Neil Simon, declaraba a The New York Times que ya pronto sus obras no tendrían cabida allí.No hay que asustarse. Neil Simon seguirá estrenando, porque -aparte del gran teatro del mundo extranjero- existe en Nueva York el off-Broadway, una serie de locales más pequeños y manejables, menos pendientes del triunfo y conformes por tanto con el mero éxito, que empezaron a proliferar en los primeros años cincuenta, cuando los problemas de personal y de sindicación llevaron a muchos de los grandes coliseos a la ruina. La edad dorada del off-Broadway fue en los años sesenta y setenta, cuando destacaron directores de la talla de Quintero y Papp, y el público -menos numeroso, más intenso- se acomodaba como podía en antiguos garajes o iglesias de Greenwich Village para ver las obras de Albee, Genet o Pinter. También el off-Broadway enfermó de éxito, de altos costes, de especulación inmobiliaria, pero como los neoyorquinos no se resignan a dejar de ir al teatro, surgió aún más lejos del centro, en fábricas sin uso y cavas húmedas, el off-off-Broadway, donde no hace mucho se podía ver cada noche a Al Pacino interpretar una obra de Mamet ante 80 elegidos.

Ahora dicen que el teatro se va a morir en España, y sobre todo en Madrid, porque en lo que antes se llamaba "las provincias" la gente va más, y se restauran para su uso original antiguos templos que habían olvidado la máscara de Talía y adoraban a musas de más afeite y glamour. Los que ven el futuro sostienen que está negro: al igual que la ópera o las magnas exposiciones de pintura, el teatro pasaría, según sus vaticinios, a convertirse en un acontecimiento de temporada, flor de festivales, de un verano al aire libre o un otoño. Quizá ese pesimismo tenga razón de ser, aunque yo si me asomo también veo otro futuro en el horizonte de las ciudades: no se llama aún off-Barcelona ni off-off-Madrid o Valencia, pero en la modestia de su alternativa late con fuerza el alma del teatro que perdura desde los griegos en cuerpos de materia variable. En una sala estrecha y algo destartalada que, en cambio, se llamaba El Canto de la Cabra, vi yo hace meses Las moscas, de Sartre, dirigida e interpretada con rigor y talento por un grupo que ni siquiera se decía profesional, y en otro pequeño local madrileño que tiene ya hasta tradición, Ensayo 100, se ofrece ahora una Noche de Reyes que es de las más hermosas e inteligentes puestas en escena shakespearianas que he visto, magníficamente interpretada y muy bien vertida al castellano. Danza contemporánea y obras para niños, instalaciones, música étnica y teatro, muy buen teatro a veces, tiene lugar en esa red casi secreta de las salas alternativas, dotadas muchas de ellas, además, de nombres del encanto de Taperola, Cuarta Pared, Artenbrut o Tantarantana.

Tal vez en las sociedades de muy buena salud cultural el teatro rollizo de gran aparato seguirá encandilando a la gente, aunque también allí se agitan otras fórmulas al margen. En países enfermos habrá que dar tratamientos de choque al muerto, recordando si falta hace a todos los pacientes que hay un arte que cura a base de la pequeña llama de un candil y una palabra mágica.

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