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El Real puede esperar

Me han dicho, en un pueblecito de la provincia de Cádiz, que esta tarde se reúne el Patronato del Teatro Real, y a lo mejor hoy mismo o quizás mañana tengamos ya la programación de las cuatro próximas temporadas de ópera en Madrid, la filosofía de funcionamiento del teatro de la plaza de Oriente, la política de cuerpos orquestales y corales, los presupuestos, la forma de vincularse sociológicamente con la ciudad y todas esas noticias que hemos estado esperando con paciencia desde hace tiempo, mientras únicamente salían a la superficie otro tipo de historias más propias de la crónica de sucesos que del arte lírico.El futuro inmediato del Teatro Real, y las consiguientes reacciones del Liceo o el Maestranza, ha propiciado que me haya volcado con avidez hacia las últimas lecturas del verano, no vaya a ser que luego acabe enredándome en discutir durante interminables horas sobre el acierto o no de tal título para la apertura y otras cuestiones por el estilo.

No es que yo piense que el verano sea la época ideal para la lectura, pero sí creo que uno se enfrenta a las novelas o ensayos de forma diferente a otras estaciones. No se teme tanto a los grandes volúmenes, ni se supeditan las decisiones sobre qué leer a los libros de actualidad, y hasta incluso se recuperan esos eslabones literarios perdidos, arrinconados meses y meses.

Durante el verano yo trato a veces de encontrar la musicafidad que desprenden algunos textos. Lo de enfocar una obra literaria buscando su trasfondo musical es un vicio como otro cualquiera. Sus efectos no son perniciosos y, sin embargo, es muy estimulante asociar las sinfonías de Brahms al acto amoroso tal como relata Alejo Carpentier en La consagración de la primavera, o pensar en la sonata para violín Y Piano de César Franck cuando se lee a Proust, o en Schöenberg al zambullirse en las páginas de Doktor Faustus de Thomas Mann, o en el genio interpretativo de Glenn Gould al deslizarse por la literatura de Thomas Bernhard.

En los libros con los que he vivido este septiembre he intentado también bucear en su musicalidad, pero al final la escritura se ha impuesto sin más, dejándome tan tocado tres lecturas consecutivas que estoy impaciente en compartirlo con ustedes.

Y no es que en ellas la música no aparezca. Al contrario. Couperin y su Oficio de tinieblas es, junto al gregoriano, el telón de fondo musical de Historia de un otoño, primera novela de Jiménez Lozano, indispensable para conocer la evolución posterior del pensamiento del autor de Los cementerios civiles y la heterodoxia española.

Y musical es, en la propia pulsación interior y rítmica de la escritura, y también en los sonidos y silencios evocadores de la Orquesta Saturno, La casa del padre de Justo Navarro, una estremecedora recreación de la posguerra en Málaga y Granada. Y un festín de citas musicales, que van desde el belcanto y Verdi hasta la ópera alemana o las canciones napolitanas, concurren en Las veladas de Santa Eufrosina, lúcida y erudita colección de narraciones cortas llenas de fantasía y humor de Julio Caro Baroja, inspiradas en su descubrimiento tardío de Roma y Nápoles a partir de 1980.

Se puede hacer una lectura musical de Jiménez Lozano, Justo Navarro o Julio Caro Baroja, y se puede no hacer. Lo primordial es que lo que ellos cuentan es apasionante e iluminador. Cuando hace un par de años se programó en Lisboa Julio César de Händel con la dirección musical de René Jacobs, un crítico portugués escribió que era la mejor ópera del mundo interpretada por los mejores intérpretes del mundo. "No me creerán", decía, "pero los que estaban allí saben que no miento".

Y, efectivamente, los que estuvimos allí le comprendíamos. Un entusiasmo parecido, todo lo desmesurado que ustedes quieran, me mueve ahora al recomendar a estos tres escritores españoles. Me disculparán, pues, que del Teatro Real y sus desviaciones aplacemos el hablar largo y tendido para más adelante. El Real puede esperar. Las urgencias están esta vez en otros dominios.

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