Frustración
Mal comienzo parece estar teniendo el curso político, tal como se inicia bajo el signo de la frustración. Y el acontecimiento que quizá lo simbolice mejor ha sido el aplazamiento por el Supremo de su obligada decisión sobre si procesar penalmente al jefe de la oposición o dejar de hacerlo. Se dice que la moratoria se debe a un prurito de escrupuloso garantismo. Pero su efecto real es prorrogar indefinidamente el escandaloso calvario por el que ha de pasar el presunto acusado manteniéndole en el candelero de la picota nacional. Así se satisface la espuria sed de venganza que anima a tantos como se sienten víctimas resentidas del felipismo, cuyas expectativas de revancha seguirán realimentándose mientras se mantenga la indecisión de tan alto tribunal. Pero el resto de la ciudadanía, a la que cabe imaginar revestida de mayor sensatez y mejor juicio, habrá de sentirse necesariamente frustrada, dada su imaginable esperanza de que acabe cuanto antes esta historia desgraciada que nos amarga a todos.En cualquier caso, quizás aprendamos a desconfiar del formalismo, procesal que, lejos de servir para la mejor defensa de los derechos de los acusados o de sus víctimas, como debiera, sólo beneficia, por el contrario, a los profesionales del filibusterismo jurídico. Aunque también en esto los socialistas fueron maestros en tanto que pioneros, desde luego, dada la suicida judicialización que eligieron como línea de defensa para encubrir su incapacidad de asumir en público sus patentes responsabilidades políticas.
Otra consecuencia de la indecisión del Supremo es prorrogar la causa que fuerza el enmudecimiento de la oposición. Y lo hace justo cuando más preciso sería que desde el Parlamento se controlase al Gobierno, dada la trascendencia nacional de los próximos Presupuestos del 97, con cuya suerte nos jugaremos el destino colectivo de los lustros inmediatos, dado el emplazamiento para ingresar en la Unión Monetaria Europea. Así nos veremos frustrados todos los indignados ciudadanos que desearíamos impedir el desaguisado presupuestario que parece dispuesto a imponemos el Gobierno al no alzarse contra él ninguna voz con autoridad moral capaz de hacerse respetar.
Y la cosa es muy grave, porque, si cumplir con Maastricht va a beneficiar sobre todo a los titulares de rentas de capital, perjudicando de paso a multitud de damnificados, su coste, sin embargo, lo pagaremos los demás a base de injustas subidas de impuestos indirectos por el estilo de las tasas o los cánones como el ya famoso recetazo. ¿Por qué no se reconoce la necesidad de ajustar el déficit entre todos, aceptando un común incremento progresivo de los impuestos directos (pero también sobre el capital, y no sólo sobre el trabajo) que nos permita ingresar en la moneda única, en lugar de esconderse bajo improvisados paños calientes que ocultan regresivas redistribuciones de la renta camufladas con falacias vergonzantes?
No se sabe qué es peor, si el ánimo tramposo con que el Gobierno pretende engañar al ciudadano, haciéndole tragar gato por liebre, o la chapucería impresentable con que se quieren apañar unos mal llamados presupuestos arreglados de cualquier manera entre nacionalistas y populares. Y, si al menos esta incoherencia obedeciese a alguna estrategia definida, por ejemplo neoliberal, aún cabría entenderla. Pero es que no hay tal. El aplauso esperanzado con que los mercados recibieron el programa privatizador de Aznar ha desaparecido ya ante la sarta de vacilantes contradicciones en las que ha encallado. Así que hasta los neoliberales se sienten defraudados, dada la vena monopolista que manifiesta el Gobierno frustrando todo aire liberalizador.
Eso por no hablar de ilegítimos anteproyectos de ley, como el de secretos oficiales (que impide el control jurisdiccional del poder, permitiendo su extralimitación) o el de represión de menores (que rebaja su persecución penal a los 12 años). De modo que hay como para frustrarse, sin esperanza de oposición que pueda pararles los pies.
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