Recuerdos de la Huerta de San Vicente
"Y un horizonte de perros ladra muy lejos del río".(Federico García Lorca)
En la Huerta de San Vicente, ubicada en la vega de Granada, muy próxima entonces a la ciudad, transcurrió gran parte de mi infancia. Allí descubrí los colores; los olores, especialmente el del jazmín situado al lado derecho de la puerta pintada de verde; aprendí a distinguir una mata de tomate de otra de pimiento, la batata y los frutales. Había cerezos -a veces los niños hacíamos pendientes con un ramito de cerezas-, membrillos para hacer carne, sandías y melones, aunque, sobre todo, a mí me gustaban mucho los higos chumbos, los caquis y la granada, símbolo de la ciudad, que se puede tomar sola o en ensalada de escarola. En la Huerta de Tamarit, de mi prima Clotilde, había tabaco, que desprendía un olor que yo encontraba muy denso. En San Vicente me gustaba ver el trigo y me alegraba la trilla, en la q u e participaba, sentada junto al campesino que la dirigía, dando vueltas en círculo.Una parte muy importante de mi infancia la constituyen las canciones que mi madre, Concha García Lorca, y mi tío Federico me enseñaban. Entre las que cantábamos, recuerdo especialmente las de los columpios: improvisábamos un columpio que colgaba de la rama de un árbol de la placeta donde, por la tarde, se ponían a coser las mujeres. El mes de los columpios, solía ser febrero y cantábamos: "En los olivaritos, niña, te espero / con un jarro de vino y un pan casero"... "La cuerda se quiebra, ¿dónde irá a parar? / A los callejones de San Nicolás"...
"De aquellos tres que vienen, ¿cuál es el tuyo? / El de la capa blanca y el pelo rubio". A mí me gustaba que me dieran grandes empujones y me chillaran: "La chica, la grande, la campanillita del estudiante".De mi abuelo Federico, generoso terrateniente, sólo tengo recuerdos relacionados con la guerra: lo evoco cuando paseaba, hablando solo, al morir su hermano, el tío Enrique. Mi abuela Vicenta, sin embargo, fue un personaje importante en mi vida: era con ella con quien yo me sentía más compenetrada. Era una mujer de ideas avanzadas para su época. Desde que aprendí a hablar y a andar, procuraba siempre sentarme a su lado, y mientras ella cosía o hacía punto, yo jugaba con una muñeca de trapo rubia y con trenzas. Católica (en mi familia iban a misa las mujeres; los hombres no), cuando estalló la guerra rezaba el rosario con mi madre, las dos vestidas de negro, en la penumbra del salón de la Huerta. Como yo jugaba con las niñas de otras huertas de la vega de Granada, un día desaparecieron unos juguetes de pequeño tamaño y acusó a dichas niñas de llevárselos. Yo nunca la vi tan enfadada. A mí, en cambio, las niñas pobres me daban lástima, y una de ellas se acercó a mí y me dijo: "Cuanto tú quieras, vienes a mi casa y verás no tengo nada tuyo".La tía Isabel (García Rodríguez), hermana menor del abuelo Federico, también sabía muchas canciones, sobre todo habaneras románticas. Nosotros jugábamos con sus hijos, que cantaban: "Yo tengo un barco velero / en el muelle de Almería... letra que se oyó en los dos bandos durante la guerra civil. Su hija Isabelita me causaba admiración: venció una parálisis infantil tocando la guitarra y haciendo bordado. A mi tía Isabel y a su hija también les gustaba cantar y sabían muchas letras flamencas.La gente que nos servía era también amiga mía: Angelines, criada de mis padres en la calle de San Antón, quien estuvo poco tiempo en la Huerta; Antonia, la cocinera de los abuelos, y Vidala, que tenía unos ojos verdes muy bonitos y lloraba cuando no recibía noticias de su novio, taxista en Madrid. Ellas nos cuidaban y acompañaban, narrándonos cuentos de miedo en la cocina de la Huerta, donde se hablaba de todo, incluido que en el cielo comeríamos pasteles, y a veces surgía algún comentario sobre la guerra. Aunque muy niña, yo intuía que habíamos perdido y adoraba en secreto la bandera republicana. Oía decir a las muchachas: "¡Que nos han dicho que no les hablemos de la guerra a los niños!".Mi tío Federico García Lorca fue para mí como un segundo padre. De hecho, lo era, ya que fue mi padrino y se empeñó en que me llamara Vicenta y me trajo de Cuba una muñeca -Dominga, la llamamos, a la que mi hijo Claudio le hundió un ojo cuando era pequeño-, que desapareció misteriosamente durante una mudanza. Cuando convalecía de la enfermedad que me afectó los dos oídos, tío Federico entraba en la habitación y con una gran voz decía: "¿Qué tal, Tica, cómo estás?"; en su deseo de que yo me pusiera buena no parecía existir una pregunta, sino la certeza de que yo mejoraba, y lo expresaba con una vitalidad enorme, pues con los niños era especialmente cariñoso.
Al hablar de tío Federico debo también mencionar a mi padre, Manuel Fernández Montesinos Lustau, alcalde socialista de Granada y médico que no cobraba a los gitanos. A él no lo relaciono con a Huerta. Lo recuerdo más bien en nuestro piso de la calle de San Antón. Al contrario que mi madre, era introvertido, aunque cantaba habaneras mientras se afeitaba. Un amigo de su tertulia (también son intelectuales los científicos y los matemáticos) me contó que me llamaba "la gitanilla". De aquel piso recuerdo con lucidez su despacho, donde recibía a sus pacientes; el comedor y un pequeño cuarto de costura donde comíamos los niños. Viene también a mi memoria cuando me operaron de las amígdalas (sólo aplicaban un poco de anestesia local, y para los niños era imposible sustraerse al terror): el médico era gordo y vestía la clásica bata blanca, y, para mí, la operación fue como una viola ción y, salvo algunas excepciones, durante mucho tiempo le cogí manía a los gordos.
En el otoño de 1938 nos mudamos a la calle de Manuel del Paso (cerca de la calle Recogidas) y la vida cotidiana se empezó a normalizar. Recibíamos visitas, y yo miraba desde el cierre a la gente de la calle, y especialmente a una tienda de ultramarinos que había en la esquina. Mi madre hizo un gran nacimiento en la buhardilla durante las fiestas, y aún no se me borra la expresión de asombro y admiración del primo Paco, cuyo padre (el tío Enrique) estaba en el "hospital", caritativo nombre que por entonces recibía la cárcel.
Son tantos los recuerdos de mi infancia relacionados con la Huerta, que resultarían excesivos para un artículo hecho a vuelapluma como éste, de modo que tal vez algún día me decida a escribirlos con más detalle para un libro.
Volveré a la Huerta de San Vicente, vestida del "color que se me antoje", sin necesidad de que haya ningún homenaje o motivo especial, ya que la siento un poco mía porque, y cito otro verso de tío Federico, "en abril de mi infancia yo cantaba".
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