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Ramón

Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg ha comenzado a editar las obras completas de Ramón Gómez de la Serna. De 21 volúmenes, 21, sí, va a constar este proyecto que hubiera merecido los honores de la extinta Editora Nacional. Pero es una empresa privada quien ha decidido hacer frente a la tarea, verdaderamente descomunal. Algunos editores aman los libros de cocina; otros aman los libros verdaderos, como es el caso de Hans Meinke, el director del Círculo, que ha decidido sumergirse y no ahogarse en el océano profundo de editar a Ramón. Sí, el mismo que han denostado los moralistas de la moralina porque sólo creían en la Literatura, cuando creer en la Literatura es una creencia casi teológica pues proclama la fe en el verbo. Ramón creía en la Literatura, en el prodigio de la Literatura, en su poder de encantar el mundo, en el sonambulismo y el funambulismo de las palabras, y las amó y las hizo sus amantes de cada día, como a Carmen Burgos, a su hija y a la muñeca enorme de su torreón madrileño.Un día hizo un descubrimiento genial: combinando las palabras en una frase el mundo aparecía de otro modo, se veía de otra manera, resultaba distinto, fresco, desconocido, nuevo, acabado de estrenar. Era la greguería. Ramón escribió muchos miles de greguerías, pero en realidad toda su obra, aun la que parece más alejada de ella, es una continuada greguería. Antes de que los surrealistas declararan la libertad de las palabras, Ramón las declaró libres y estableció que el hambre del hambriento no tiene hache, y que si no hubiera Luna los ríos equivocarían su camino, y que el rayo es un sacacorchos encolerizado, y que el día del juicio final hasta las estrellas de mar subirán al cielo. Ese día nació la vanguardia en España, en aquel Madrid pobretón y manchego donde todavía sonaban los ecos dolientes de los escritores patrióticos, siempre con dolor de patria. Ese día nació la vanguardia, sí, la más legítima, no la que simulaba romper con la tradición, sino la que se nutria de ella, la trascendía y miraba al porvenir. Porque Ramón estaba empapado de Quevedo, estaba empapado del barroco castellano e hizo como que le daba la mano a Marinetti, pero no se la dio: como mucho le dio un guante vacío.

Por eso, la vanguardia española, la genuina, la de los poetas del 27, no la del triste y rencoroso Cansinos Assens, le consideró enseguida un maestro y produjo, fascinada, muchas greguerías, que algún hispanista despistado ha juzgado productos del dadaísmo, del futurismo y cosas así. Y por eso, Lorca llamó a la pira "pulpo petrificado", y Guillén calificó al radiador de "ruiseñor del invierno", y Gerardo Diego dijo que la guitarra era "un pozo con viento en vez de agua", y Cernuda vio a la lluvia corno "vidrio de agua en mano del hastío", y Alberti miró flotar ".el cuerpo de la aurora en la bandeja azul del océano", y Salinas motejó a la arena de "novia esquiva y casquivana".

La obra de Ramón significa el triunfo de la imaginación moderna, la apoteosis de la independencia de la palabra, el vértigo de la escritura y su incendio, un incendio en que el escritor se consuma y no importa que no queden luego más que las cenizas. Ramón derramó, entregó, volcó, más aún: dilapidó su genio. Ésa fue su grandeza y ésa fue también la sombra de su grandeza.

No todo lo que escribió tiene igual valor. Hoy nos asusta tanta piromanía con el propio genio. Pero a cambio apenas hay página donde ese genio no despliegue sus alas de diamante y vuele y llegue a ese cielo al que únicamente acceden los elegidos. El impulso que mueve esas alas diamantinas es la greguería. Cuando Ramón dice que "los gatos se beben la leche de la Luna en los platos de las tejas", está poniendo juntos en una sola frase lo celeste y lo terrestre, lo alto y lo bajo, y está trazando a la vez una visión desconocida del mundo. Eso es un escritor y lo demás son gaitas de escribidores, átonas gaitas. Por supuesto que existen los grandes libros. El torero Caracho, La Nardo, Goya, Lope de Vega, El circo, Automoribundia... Pero en última instancia, no importan, aun importando mucho. Porque lo sustancial es que son hijos de una determinada visión y expresión, de un estilo irreductible.

No defendemos a Ramón, no lo justificaremos, no lo pongamos de libro de texto, como algunos querrían. Dejémosle en sus jardines de imágenes definitivas con su intacta fe en la palabra, niño huido siempre del colegio en pos de tres fantásticas mariposas invisibles. O de 21, como los volúmenes de esta edición.

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