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Cuba y Marruecos

Abel Matutes ha sorprendido e incluso indignado a buena parte de la opinión pública española al declarar que la situación de las libertades y los derechos humanos es mejor en Marruecos que en Cuba. Vaya por delante que a uno no le gusta en absoluto ese tipo de comparaciones: le parece intelectualmente poco afortunado contraponer dos situaciones geopolíticas tan dispares, y moralmente inaceptable tener que escoger entre la tuberculosis y la malaria. Pero, sentado esto, cabe añadir que Matutes no ha dicho una mentira; lo que ocurre es que su declaración no es en España políticamente correcta, en el sentido cínico de esa fórmula: hiere la susceptibilidad de mucha gente.La Cuba de Fidel Castro y el Marruecos de Hassan II son vistos en España con dos raseros muy diferentes: muy favorable en el caso de la isla caribeña, profundamente negativo en el del país magrebí. Cuba, la última y más querida colonia española en América, es carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre; pertenece a la familia hispánica y se la trata con la correspondiente benevolencia. A partir de aquí, los españoles, de derechas o de izquierdas, miran con enorme simpatía la gallarda actitud con la que la pequeña Cuba planta cara a Estados Unidos, el coloso que les arrebató en 1898 los últimos restos del imperio ultramarino. Se sienten vengados por el patria o muerte cubano frente a los yanquis, los arrogantes y poderosos gringos.

Por el contrario, Marruecos es, desde tiempos de la Reconquista, el otro, el moro, el enemigo activo o potencial, el vecino indeseado e inquietante. Aún más, es el país en el que España quiso resarcirse a comienzos de este siglo de la pérdida de Cuba y Filipinas, pero que, lejos de aceptarlo con entusiasmo, le opuso la larga y sangrienta guerra del Rif. Y el que, ya en nuestro tiempo, despojó a España con una artera maniobra de su también muy querido Sáhara Occidental. Así que la mera mención del reino jerifiano -culpable de las dos mayores derrotas exteriores españolas del siglo XX: Annual, en 1921, y la Marcha Verde, en 1975- provoca sarpullidos en el imaginario celtibérico.

Las personalidades políticas de Fidel Castro y Hassan II suscitan asimismo distintos grados de benevolencia en el análisis. Castro, nacionalista y marxista, encarna un despotismo más contemporáneo que el de Hassan II, lo que sigue haciéndolo mucho más aceptable para una izquierda que vibró con la gesta de los guerrilleros barbudos que terminaron con Batista, y que todavía no se ha curado de su nostalgia por el estruendoso fracaso de aquella revolución. El rey de Marruecos, por su parte, es el último representante en el Mediterráneo de un arcaico despotismo de corte feudal y religioso. Si Castro y sus campos de concentración entroncan con el totalitarismo laico y progresista de Stalin y Kim Il Sung, Hassan II, que sigue castigando la traición del general Ufkir con el secuestro de su viuda y sus hijos, lo hace con los califas musulmanes de Bagdad y Estambul.

Pero, puestos a aceptar por deportividad el juego propuesto por Matutes, parece oportuno subrayar que lo dicho por el flamante ministro de Exteriores no está conceptualmente demasiado lejos de lo que Felipe González afirmó una vez al asegurar que preferiría morir apuñalado en el metro de Nueva York a vivir una condena a perpetuidad en un asilo psiquiátrico de la Unión Soviética. Por extraño que siga pareciendo a la opinión pública española, en el país magrebí coexiste junto a la monarquía de derecho divino representada por Hassan II un embrión de democracia, con partidos políticos, centrales sindicales, diarios de oposición, asociaciones de derechos humanos y grupos feministas. En cuanto a Cuba, ¿qué partidos antigubemamentales se sientan en su Parlamento?, ¿cuándo ha sido convocada desde publicaciones que se vendan en los quioscos de La Habana una huelga general contra la política económica del régimen?

En un punto tiene razón Matutes: las cosas de este mundo no son tan simples como muchos desearían que fueran. Por lo demás, lo dicho: ni malaria ni tuberculosis.

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