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Adherencia

En cuanto nos subimos o nos subieron a ese avión azafranado que al punto iba a alejarnos de Macao, ella, la agraciada desconocida que acabaría por afirmarse en el exiguo asiento, contiguo al mío, se dio al desvelo rápido de su linaje: "¡Hostias!" (Los taxistas, mira por dónde, reparan mucho en ello: "¡Cómo hablan hoy las tías!" A todo esto, la mujer no se puso a soltarlo porque sí, sino sólo al caérsele del gran bolso de mano una novela de Jorge Semprún. Al recogérsela e inclusive acercársela, me desviví por subrayarle en su propia lengua: "Ahí va eso". Y, mientras ambos comprendíamos ("nunca se sabe qué es peor") que estábamos unidos por los mismos kilómetros de vuelta, el mismo idioma y la misma estrechez ambiental ella hizo ademán de acomodarse a todo sin quejas. En cambio, yo, más gandul o menos estoico, me distraje un buen rato pensando si el haber dicho "eso" pudo ella juzgarlo detalle desdeñoso hacia la obra de Jorge Semprún, cuando, en verdad, eso había sido un simple atajo parta no debatirse a deshora entre "toma", algo atrevido, y "tenga usted", demasiado servil y hasta enfático. Tales pejiguerías, acabé deduciendo mientras ascendíamos, eran fruto precipitado de una pastilla de valium ingerida en la cafetería del aeropuerto con la muy relativa ayuda de unos tragos de cocacola tibia. "Me llamo Marta". Y, por la forma de anunciarse, imaginé que podía corresponder al prototipo de mujer que tanto desquiciaba a Johnny Albino: "Cada vez que te digo lo que siento,/tú siempre me respondes de este modo:/- Deja a ver, deja a ver..." Pero, entre nubes tormentosas y reparto de exóticos periódicos, no tardé un siglo en ver que, una vez más, me estaba equivocando.Psicolingüista de profesión y esposa de un arquitecto ("¿para qué harán museos faraónicos, si odian tanto lo que allí va a colgarse?"), pudo haberle dado a Marta por hablar de la fertilidad aplastante del mestizaje (Gil y Gil, junto a Azúcar Moreno y Álvarez del Manzano, transformando el etéreo ritmo del bakalao en ritmo contundente de kachalote) o, en fin, dejer acaso constancia neutra del auge venturoso del costumbrismo frente a los dogmatismos de las vanguardias. Pero Marta resultó poseedora de la virtud poética por excelencia: no tenerle miedo a la nada. Desde semejante serenidad, ¡sabia apatía!, escarbó sin rodeos en lo primero que tuvo a mano: un rotulador rojo. Aunque escarmentada del todo, se dispuso a quitarle el adhesivo en el que figuraba el precio. Ni modo. Así que estalló: "Estoy de acuerdo con Molière en que toda cosa moralmente útil ha de tener su contrapartida, o sea, la inutilidad de una estética. Pero los objetos de ahora, gracias a estos cochinos adhesivos, redoblan su carácter utilitario y, al olvidarse de lo estético, convierten en un pringue lo que tocas. ¿Lo ves?" Quise insinuarle que nadie la obligaba a conclusiones de altura: "Con alcohol se quita..." Sonrió, no sin larga pausa en reserva: "¡Y una leche! Primero te dicen eso. Coges un poco de algodón, lo empapas, frotas y frotas... Nada. Una asquerosidad pegajosa, con los hilillos de algodón, ¡encima!, sobre la cola desparramada. Luego te señalan que no, que lo mejor es agua templada. Y tampoco; así te queda el estropajo, lleno de papeluchos repugnantes. Al final, lo del quitauñas, lo eficaz, lo infalible. Y claro que lo es. Cuando quieres dar cuenta, te ha destrozado la pintura del propio objeto. Estos malditos parches acaban con las cubiertas de los libros, con las fundas de los discos y con todo lo que se ponga por delante". Se frotaba los dedos con una de esas servilletas de papel, chorreantes durante un segundo, que regalan las azafatas cuando sirven zumo de piña y cacahuetes. Al hacer escala en París, Marta apuró la sugerencia: "Nadie escribe de esto. Pensarán que es una menudencia, y entonces van y hablan sobre las causas justas; total, para aclarar que están con ellas, como si eso fuese materia del decir y no algo que debe presuponerse". Aturdido por el viaje, que no por la compañía, me aventuré a citar sin música: "Deja a ver, deja a ver..." Y Marta verá hoy sólo tres días después de volver de Macao, que no he sido del todo insensible a su distinguida adherencia aérea.

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