Poesía última de amor y enfermedad
El mismo día en que se conocía la sentencia sobre el caso de la colza, el pasado viernes, fallecía en la habitación 627 de la Residencia Sanitaria de La Coruña el poeta Lois Pereiro. Era uno de los afectados, ese eufemismo para denominar a los envenenados. Ante nuestros ojos todavía secos e incrédulos para aceptar la muerte del mejor amigo, la cifra de miles de millones de indemnización de los que se hace responsable al Estado tenía la apariencia de una carcajada sarcástica del destino. ¡El destino! Ese otro eufemismo que a veces empleamos para no aludir a los forajidos que enmierdan el mundo.La literatura es engañosa. Estábamos seguros de que esta vez vencería a esa variante infame del destino. Nunca creí que Lois fuera a morir. Hasta ahora, la colza era una cruel pesadilla más, pero lejana, perteneciente a la órbita de las noticias que prefieres no leer. ¿Por qué iba a morirse Lois?
En Madrid, en la época de estudiantes, habíamos compartido con él canciones, lecturas, los primeros escritos en forma de poemas y largas vigilias de ensoñación en las que él, siendo el más joven, brillaba como luciérnaga. Porque Lois era siempre el que iba delante. Daba la sensación de que manejaba una radiofonía secreta y que las cosas que valían la pena en el mundo lo habían elegido a él como primer depositario, al igual que los tesoros antiguos estaban protegidos por un "encanto". Aprendimos algo entonces. No había que preocuparse por las modas. Lo que había que hacer era seguir los pasos a Lois. Escuchar su música. Leer sus libros. Ver sus películas. Tenerlo al lado para espantar el frío. No había en él nada de guru. Era sólo un muchacho enjuto y despierto que andaba a zancadas por el lado curioso de la vida, con aquel abrigo que parecía haber heredado de Samuel Beckett. En los hondos bolsillos, sus cartas de navegación, papeles que hablaban a un tiempo de Thomas Bernhard, Alfred Jarry, Peter Handke, Wim Wenders, Lou Reed, Patti Sinith, Kropotkin, Bakunin, Rosalía de Castro, Joyce, Fourier, el rock, Alicia en Wonderland, Baudelaire, Van Morrison, Walter Beniamin, los panfletos de la Internacional Situacionista y, por supuesto, El derecho a la pereza, de Paul Lafargue, en el que había subrayado con ironía la alusión a los gallegos, junto con los chinos, los auvernienses y los judíos, como una de las razas malditas por su amor al trabajo.
Sus primeros poemas aparecieron en una revista llamada Loia. La hacíamos en gallego en Madrid y era más underground que un gorrión en el metro. Se imprimía en ciclostil o, a veces, reuniendo calderilla de duros, página a página, en las primeras fotocopiadoras públicas. Tengo delante un número de 1978. Entre las ilustraciones, unas huellas dactilares. Pertenecen a la cartilla de emigrante de Hermenegildo Pereiro. Destino: Cuba. Profesión: jornalero. Un abuelo de Lois. Hay algún texto disparatado y divertido, como el titulado Análisis semiótico de una canción popular gallega: el sentido erótico como trasfondo permanente en el cancionero popular y su relación con el punkismo. Pero luego aparecen los poemas de Lois. Cada uno de sus versos era ya entonces una huella dactilar.
Pereiro sentía fascinación por el lenguaje, incluido el que hablan los árboles y los pájaros de su montaña natal del Incio, en el oriente de Galicia. Tal como soñó Álvaro Cunqueiro, Lois conocía un castaño centenario que te daba los buenos días cuando pasabas a su lado. Estudió para traductor y se manejaba bien en inglés, alemán y francés, además, claro, del castellano, gallego y portugués. Con ese don casi natural para las lenguas, llegaba en sus lecturas a lugares recónditos que a otros nos estaban vedados. Sus poemas, de tronco galaico, se poblaban de palabras multicolores como un esperanto con alma propia.
En forma de vendedor de aceite de oferta, el veneno llamó un día a la puerta del modesto piso de alquiler para estudiantes, que él había convertido en un hogar de terciopelo. De vuelta a Galicia, Lois libró desde entonces un largo duelo con la muerte. La mantuvo en raya durante años de una manera, desde el punto de vista médico, casi milagrosa. Consiguió que no ensombrara su vida cotidiana, alejar todo morbo, incluso en el lecho del hospital. Era él quien confortaba a los demás con sus cartas de navegación y su radiofonía secreta. Se sentía del partido de los de Chiapas, de los insumisos, de los que levantaban la cabeza contra la servidumbre en cualquier parte del mundo. Cuando se reía, lo hacía con una risa profunda de estirpe campesina o, como él decía, "con humor tibetano". En relación con la enfermedad, la suya era una batalla personal, intransferible, y cada golpe lo devolvía con un verso. Al principio escribía callada y lentamente, sin apenas publicar, como goteo de suero. Para él no era una broma. Un día, en una taberna, en medio de un jolgorio de fútbol televisado murmuró una confidencia: "Lo escrito se arrebata a la muerte" Lo soltó con la misma naturalidad que podría haber dicho: "Tómate otra cerveza". Lidiaba con un enemigo implacable y le aplicaba su propia medicina. Versos afilados como cuchilla de afeitar, punzantes como aguja hipodérmica, desoladores como el último fuego de una aldea abandonada. Era su forma de engañar a la de la guadaña. Hacerle creer que estaba derrotado.
Después de publicar su primera antología, Poemas 198111991, Lois tuvo una recaída muy grave. Contaba que durante días y días de dolor y semicoma se veía a sí mismo en una puerta giratoria. Una inercia fatal tiraba de él hacia la oscuridad, pero una legión de brazos, la abuela Baibina, la madre, los hermanos, los amigos, lo sujetaban y lo devolvían a la vida.
Desde aquel retorno, Lois escribía sin tregua, como nunca antes lo había hecho. A una encuesta periodística sobre los problemas actuales, "Y tú, ¿de qué lado estás?", respondió con un ensayo memorable, el titulado Modesta proposición para renunciar a hacer girar la rueda hidráulica de una cíclica historia universal de la infamia. "Siempre habrá nuevas vías para resistir, para oponernos y no ser sumisos, como la estrategia humilde y provocadora de Bartebly, el gris y lúcido escribiente de Melville, quien, para no someterse sin más a las órdenes arbitrarias, decía simplemente, sin ira, pero tercamente: 'Prefiriría no hacerlo".
John Berger dice que desconfía de la palabra poeta como sustantivo y que prefiere usarla como adjetivo, como sinónimo de lo que quiere ser auténtico, verdadero. Pues bien, Lois Pereiro era ese sustantivo. Alguien a quien poder llamar poeta sin miedo a equivocarse. El labraba poemas y los poemas lo moldeaban a él. En el rostro estaba el libro de su vida. Cuando te acercabas, aquel cuerpo castigado por el dolor y la enfermedad se volvía hermoso, con aura, como él lo hubiese - reconstruido con voluntad de estilo, como si volviese a nacer de sí mismo. Escribía febrilmente, y a finales de 1995 apareció su Poesía última de amor e enfermidade. Creo que no se había escrito un texto poético más íntimo y conmovedor en lengua gallega desde el Follas novas, de Rosalía. Cada vez escribía y hablaba con más lucidez, en un estado de gracia. Y estaba feliz, lleno de deseo. Por eso llegamos a creer, creer verdaderamente y no como metáfora, que esta vez la literatura había vencido al veneno y a los forajidos. Pero no.
Podemos decir que yace en tumba honorable, bajo la negra tierra de la aldea de Santa Cristina, en la montaña mágica del Incio. Y que tuvo un entierro de rey, al aire libre, sobrevolado po las golondrinas y con el canto de cuco siguiendo el ritmo de la, campanas. El altar, sobre un re molque, de tractor. Los gaitero, interpretando la marcha del Antiguo Reino. Pero lo cierto es que se nos ha muerto una rosa en Galicia. Y esto es lo que hay.
Babelia
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