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Tribuna
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'Jamás perdí la esperanza'

Merece la pena esperar los años que Dios disponga para recibir este premio de la mano de Vuestra Majestad. Nunca se llega tarde a ningún sitio, jamás se nace ni se muere cinco minutos antes, y todos los puertos son seguros tan pronto como se rinde en ellos la más azarosa y difícil singladura. El tiempo lima las asperezas de la conciencia y amansa la voz del hombre si se acierta a ponerla en remojo en el benevolente rocío de la paciencia; aliado con el tiempo, al decir de Shakespeare, al miserable no le queda más medicina que la esperanza: ni siquiera la caridad ni el azar, aunque quizá sí el amor y la fe, esas dos palancas que sólo los más clementes dioses enseñan a manejar a los elegidos. Hay que dar tiempo para que pueda granar con opimo provecho y no se debe ensayar a acelerarlo, puesto que jamás abdica de su ritmo previsto y candencioso o vertiginoso, según se mire. El mundo es tal cual se nos presenta y para san Agustín, el mundo de nuestros afanes y nuestras impaciencias, el mundo en que vivimos, se hizo no en el tiempo, sino al mismo tiempo que el tiempo, ya que el tiempo no existía antes del mundo.En mi espera, eso tan parecido al vicioso naipe solitario, jamás perdí la esperanza, aunque a veces la vi tan huidiza como una liebre en campo abierto y, en. los instantes de mayor desconcierto e impaciencia, en las pausas que alimentaban de aire la desesperanza e incluso el estupor, siempre busqué cobijo a la sombra de Tirso de Molina y de Antonio Machado, aquellos dos hábiles prestidigitadores de la palabra cuando, prestando oídos al saber popular, decían que el que espera, desespera: ¡qué verdad tan verdadera! La verdad es lo que es y sigue siendo verdad aunque se piense al revés.

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Dentro de pocos días, Deo volente, voy a cumplir ochenta años; el novelista Gutiérrez-Gamero, de las Reales Academias Española y de Jurisprudencia y Legislación, hubiera dicho "mis primeros ochenta años". Pues bien: a los ochenta años y caminando ya, en consecuencia, por el último recordo del sendero de la vida, se hacen sinceras las humildades, honestos los propósitos y circunstanciadas y serenas hasta las vanidades.

Este oficio que ejerzo y en el que todavía no me corté la coleta, me dio todo lo qué le pedí y más, sin duda alguna, de lo que hubiera merecido. Cuando me concedieron el Premio Nobel pensé que cuatro o cinco escritores españoles de mi generación lo hubieran podido recibir al mismo tiempo y aun antes y con mayor mérito y dignidad que yo, y ahora que recibo el Cervantes no puedo desechar de mi mente la idea de que lo consigo amparado por la fortuna y ayudado por la siempre generosa casualidad. Dos alemanes acuden a sacarme de dudas: Schiller, que supone que sólo cuando está maduro cae el fruto de la suerte, y Schopenhauer, que piensa que la suerte echa las cartas pero nosotros las jugamos. Al primero le expreso mi gratitud por advertirme que mi obra no maduró hasta hoy, supuesto que ni pongo en cuarentena, y al segundo le digo que sé de sobra que en la timba de la vida me tocaron muy buenas cartas: la verdad es que casi no tuve ni que jugarlas.

Es mi voluntad de hoy, también mi deber, el hablar, por tanto, con la palabra mesurada para decir lo que quisiera decir, porque aprendí de Aristóteles que el habla es la representación de la mente y la escritura lo es del habla, y mi mente es hoy sosegada, mi palabra aspira a ser clara y mi discurso, lo que antes fue mi escritura, pretende enseñarse diáfano y sincero; sé de sobra que, tal como pensaba Gracián que decía Fernando el Católico, es la espera fruta de grandes corazones y muy fecunda de aciertos, ya que en los hombres de pequeño corazón ni caben el tiempo ni el secreto. Quizá nuestra mejor prudencia sea la de hablar, con muy discreta razón, con la palabra de Cervantes, el hombre a quien zurró el destino y derrotó la envidia, el árbol frondoso a cuya sombra nos acogemos respetuosa y devotamente.

Hablé poco antes del largo trecho que hube de recorrer hasta llegar a este gozoso momento de hoy; Cervantes, en Persiles y Sigismunda, me trajo el consuelo al decirme que no hay, ningún camino que no se acabe, como no se le oponga la pereza y la ociosidad. Aunque la sabiduría no es pegadiza -recuérdese que todo se contagia menos la hermosura-, sí es, -al menos, manantial de consuelo y esperanza y próvida fuente de abiertos y bien dibujados horizontes; cuando yo era pequeño oí decir -y creí a pie juntillo- que la mejor medicina contra la pereza era la diligencia, y ahora veo cuán cierto era lo que tuve la bienaventuranza de aprender a su debido tiempo.

En este trance para mí tan vitalizador y solemne, quisiera alabar la palabra y confesar mi amor por la palabra; para ello empiezo por declarar mi buen deseo de ahorrar palabras para decir lo que pienso, recordando que Cervantes, también en el Persiles, nos advierte que no hay razonamiento que, aunque sea bueno, siendo largo lo parezca: y en el Quijote nos avisa de lo mismo cuando pide brevedad en los razonamientos, ya que ninguno es gustoso si es largo; en la misma obra alerta contra el énfasis al pedir llaneza, puesto que toda afectación es mala.

Amo la palabra ya que en ella habita la idea y reside el primer huevecillo de la literatura, ese raro y punto menos que misterioso planeta cuya consideración hoy nos convoca aquí, en esta mañana de primavera. Goethe temía a las palabras, en plural -en el Fausto dice que cuando faltan ideas siempre hay palabras para sustituirlas-, pero yo hablo ahora de otra cosa, yo discurro ahora sobre la palabra es singular ensencia.

Amo siempre la palabra como a veces se ama a una mujer, con frenesí, pasión e inconveniencia, y este desmelenado amor me envara el sentimiento porque, otra vez el Quijote, donde hay mucho amor no suele haber demasiada desenvoltura. Y puesto que amo la palabra también alabo, oso y me arriesgo a alabarla, aun corriendo el riesgo de darme de hoz y coz con el envés de m¡ propósito puesto que, de nuevo el Persiles, la alabanza tanto es buena cuanto es bueno el que la dice, y tanto es mala cuanto es vicioso y malo el que alaba. Confiemos una vez más en la suerte.

En El laberinto de amor, Cervantes canta en verso de romance: "Es el amor, cuando es bueno, / deseo de lo mejor; / si esto falta, no es amor, / sino apetito sin freno".

Y aquí se me presentan primero la duda y después el estupor porque, ¿amo yo así a la palabra y a su bosque umbrío, la literatura? ¿Les deseo lo mejor y no lo más duradero y bello y eficaz? ¿Estaré confundiendo el amor con el desenfreno? ¿Estaré tomando el rábano por las hojas y los celos por los temores? ¿No será Cervantes el equivocado al querer ponerle puertas al campo del amor? Tampoco es ése el camino por el que haya de seguir porque las apologías, como los ditirambos y los arrebatos, nadan por diferentes cauces que el sentimiento o el pensamiento en llamas.

Señor, Señora. Ya estoy llegando al fin, ya no me queda sino desollar el rabo de mi discurso, y, os pido un poco de paciencia para escuchar mi última razón ya que, como el solitario Amiel, no podría contentarme con tener razón yo solo. Hace ya algunos años, y con motivo de recibir el Premio Príncipe de Asturias, tuve ocasión de decir en público y ante un ilustre senado presidido por el príncipe Felipe que en España, el que resiste, gana. Lo dije en la noble ciudad de Oviedo y lo repito hoy, ante Vuestras Majestades y también el instruido y selecto cónclave que nos arropa y en la noble ciudad de Alcalá de Henares, a medio camino entre la capital de España y el paraíso.

Sí me permitiría aclarar con mi voz más desnuda y sincera, sí quisiera pregonar con mi acento más cierto y verdadero, que esta victoria de hoy no es mía, sino de la palabra dicha en español y a ésta o a la otra orilla de la mar, que acierta a comparecer ante Vuestras Majestades en cada aniversario de Miguel de Cervantes y resistiendo siempre todas las tarascadas. Yo no soy más que el cambiable excipiente de la medicina de la literatura (úsese y tírese). Cervantes dice, en las misteriosas y enriquecedoras páginas del Persiles, que el arrepentimiento es la mejor medicina que tienen las enfermedades del alma. No puedo arrepentirme de haber visto pasar la vida entera con la pluma en la mano, yo ya no puedo dar marcha atrás por haberme pasado la vida escribiendo, tampoco quiero ni debo hacerlo y proclamo mi lealtad a mi oficio. Me reconforta pensar que la palabra tiene su mejor premio en sí misma, y doy gracias a Dios, también a los hombres, por no haberme querido mudo ni, muerto.

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