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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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La rosa y el libro

Mario Vargas Llosa

Cada cierto tiempo, con puntualidad astral, me llega un erudito opúsculo (sobre el Lazarillo, sobre el Quijote) o un ambicioso ensayo (sobre el humanismo, sobre Petrarca) de Francisco Rico, uno de los buenos amigos que hice los años que viví en Barcelona. Y yo me lo imagino, entonces, tan flaco e incansable como hace dos décadas, en su casita de Sant Cugat del Vallès, entre montañas de libros, quemándose los ojos en antiquísimos infolios y garabateando sus fichas con una letra como. trazo de araña. Su caso es raro: un investigador al que la erudición no ha encallecido el gusto literario, un crítico que sabe que la buena crítica sirve a la creación y no se sirve de ella y un especialista en la Edad Media y el Siglo de Oro al que interesa y excita la literatura actual.Cuando lo conocí, además de escribir los suyos, ya promovía y concebía libros ajenos: estudios, reediciones, traducciones. Pasó luego a dirigir colecciones enteras y ahora lleva unos años embarcado en una formidable empresa -la Biblioteca Clásica, de la editorial Crítica, ciento once volúmenes de los que han aparecido ya unos dieciséis-,. en la que participan los hispanistas más destacados del mundo y que deberemos agradecerle siempre quienes compartimos, con él, la pasión de la buena lectura. He leído dos de ellos -los dedicados al Cantar del Mío Cid y La vida del Buscón- y revisado varios otros y no vacilo en recomendarlos como un modelo de ediciones, con textos depurados, exhaustiva información histórica y crítica y al mismo tiempo manejables y legibles. (Confesaré con cierta vergüenza que la descripción del contexto social, político y cultural en que fue escrito el poema del Cid, desgranada en las notas e incisos del profesor Alberto Montaner me resultó a veces tan fascinante como el propio poema).

No me extraña nada que un proyecto de esta envergadura se haya gestado en Barcelona, tierra de libros y editores, que, además de estimular las vocaciones literarias, suele potenciarlas a unos niveles de fecundidad milagrosa, como atestiguan las obras completas (que, por supuesto, nunca se terminarán de completar) de un Josep Pla o esa industria literario-periodística que es un Manuel Vázquez Montalbán, comparadas a la cual las de un Balzac o un Baroja van siendo ya minimalistas. En mis años barceloneses, además de hacer la revolución, escribir poemas, investigar las comunicaciones, actualizar el marxismo y tramar crímenes para su detective gallego, Pepe Carvalho, Vázquez Montalbán escribía todas (bueno, el 99%) de las críticas al régimen que la desfalleciente dictadura era incapaz ya de controlar y lo hacía con seudónimos y estilos diferentes para despistar a los censores y comisarios, pero yo lo cazaba siempre, por el humor vitriólico y porque en todos sus textos atacaba a Kissinger. Su artículo más memorable, sin embargo, no fue político sino una calumnia contra el virtuoso pueblo español, pues pretendía demostrar que, por culpa de El último tango en París que se exhibía en toda la frontera pirenaica, de Perpiñán a San Juan de Luz, el consumo de la mantequilla se había disparado en la Península.

Esos años barceloneses los recuerdo con nostalgia y amor, pero no porque eche de menos el franquismo, como ha dicho uno de mis monótonos detractores, sino porque eran anos de veras estimulantes intelectualmente, llenos de ilusiones y de nuevas amistades -nos creíamos jóvenes y a veces lo éramos- y porque Barcelona parecía no sólo una de las ciudades más bellas y cultas del mundo-, sino, sobre todo, la más divertida Lo que se llamó el boom de la literatura latinoamericana -que los envidiosos interpretaban como una mera operación comercial de una mafia y sus beneficiarios como un incomprensible accidente, cuando era, en verdad, una calistenia profesional de una ilustre barcelonesa, la señora Carmen Balcells, que quería de este modo probarse que tenía aptitudes para ser agente literaria- nació allí (sólo hubiera podido nacer en una ciudad donde el libro era rey y en una circunstancia donde la literatura era reina) y desde Barcelona se propagó por todo el mundo. Con lo que esta ciudad y sus alrededores imantaron, de todo América Latina, a decenas y acaso centenas de jóvenes letraheridos (así los llamaban Carlos Barral y Gabriel Ferrater, dos míticos referentes de la época) que acudían a la Ciudad Condal como habíamos ido, antes, sus mayores a París: a alcanzar la genialidad y el éxito contagiados por la "respireta" cultural del lugar. Uno de estos jóvenes trasterrados que hacía sus primeras anmas literarias en Barcelona, mi amigo el colombiano Ricardo Cano Gaviria, sobrevivía haciendo reseñas de lecturas para las editoriales y criando conejos en Bellaterra. Un día tuvo la generosa iniciativa de regalarme, vivo, a uno de esos alegres animales que yo y mi mujer sólo habíamos visto hasta entonces en la mesa, adobados con especies picantes. Nadie se atrevió a matarlo, ensució toda la casa y acabó sus días aplastado por un camión.

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Mis aportes a la lucha contra el régimen dictatorial fueron deleznables, para no decir risibles. Por haberme solidarizado con los intelectuales que se encerraron en el monasterio de Montserrat fui interrogado por la policía. Como estaba recién operado de hemorroides, debí acudir al recinto policial con un ridículo rodete para el trasero que provocaba unas humillantes sonrisas en el policía que me interrogó. En otra ocasión, el FELIPE (mejor dicho, el felipe Carlos Semprún) me mandó, disfrazado de turista, a proponer a don Julio Cerón, líder de ese partido, que se hallaba con orden de arraigo en un pueblecito de Murcia, una fuga de España. Recorrí la península en una Dauphine con placa francesa, que echaba humo como una chimenea y cuya sed abrasadora había que aplacar con baldazos de agua cada diez kilómetros. Cuando llegué a Alhama a don Julio Cerón el plan de fuga le pareció sin pies ni cabeza y me despachó de vuelta a Barcelona, después de convidarme a un pollo frito y una conversación sobre las novelas de Juan y Luis Goytisolo. En Calafell, me esperaba otro 'felipe' con instrucciones de la dirección -algo tardías- de cancelar el viaje a Alhama.

Pero, desde luego que había actividades políticas bastante más serias que éstas, junto con un desasosiego cultural y una creatividad intelectuales de marca mayor. Porque no sólo latinoamericanos acudían en los años setenta a Barcelona atraídos por, su poderosa atmósfera -sus editoriales y su variada fauna artístico-literaria-, sino también jó-

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venes de toda España. Lo ha contado, en inolvidable testimonio, uno de ellos, Federico Jiménez Losantos (en su largo prólogo a la reedición de su libro Lo que queda de España), en el que describe el hormigueante underground intelectual y político de la Barcelona de los setenta, donde, diez, veinte, treinta grupos diversos, sin contacto entre sí, sacaban revistas, planeaban películas, experimentaban con la arquitectura, la pintura o la música, revisaban el marxismo, redefinían el teatro o el sexo y querían revolucionar las costumbres, mientras otros, más snobs o menos pobres pero igual de inquietos, se preparaban también, tomando copas en Boccaccio, para lo que parecía el gran cambio social y cultural inminente. En verdad, el gran cambio se estaba dando precisamente en esos días y todos éramos las comparsas del protagonista.

El gran protagonista de esos años fue el libro. Más que el cine, o el teatro o las artes plásticas e, la música -aunque en todos estos campos en Barcelona hubiera una creatividad a flor de piel, visible y palpable- lo importante es lo mucho que se leyó, se escribió y se- publicó en aquellos años, pues eso es lo que más huella ha dejado, aunque nadie crea ya hoy, con la ingenuidad y certeza con que lo creímos en aquellos años, que era sobre todo leyendo, escribiendo y publicando que se podía cambiar el mundo. La gran ciudad mediterránea, que tenía una vieja tradición editorial de primer orden, y que, en el siglo XIX y principios del XX había sido la capital editorial de Iberoamérica, perdió esa hegemonía en los años de la guerra civil y durante la larga cuarentena cultural del franquismo, épocalimbo en la que fue Buenos Aires -en buena parte, gracias a muchos. editores españoles exiliados- la avanzada del mundo cultural de nuestra lengua, junto con México. Pero, en los años setenta, con la progresiva apertura, Barcelona recuperó aquel puesto y en él se ha mantenido todos estos años, contra viento y marea, en medio de los grandes trastornos que han conmovido a la industria, editorial a escala mundial.

Por eso, hay cierto simbolismo en que en estos días se celebre, en Barcelona, el vigésimo quinto Congreso de la Unión Intemacional de Editores, que va a entronizar, por decisión de la UNESCO, el 23 de abril como Día Mundial del Libro. Estas iniciativas burocráticas suelen ser mucho ruido y pocas nueces. Pero, la verdad, si algún lugar tiene méritos para promover ese día dedicado a celebrar el libro, con el ejemplo vivo, es Barcelona. Porque esta ciudad lo viene celebrando ya, no sé desde hace cuánto, pero debe de ser muchos años, porque para que una fiesta como la del Libro, que Barcelona celebra el día de don Miguel de Cervantes -en que sus vecinos compran libros y regalan rosas rojas-, prenda tan profundamente, debe tener tras ella una práctica de generaciones. Esa fiesta es la más bonita de España, para mí. La de más color y más gracia, el espectáculo más civilizado que me haya tocado ver. Ese día, Barcelona se convierte en una inmensa librería, con esos libreros profesionales o improvisados que sacan los libros a las calles con mesas y estantes que se desbordan por las aceras. Y no hay nada más estimulante que ver a esas muchedumbres de jóvenes y viejos con los brazos cargados de libros y rosas rejas en las manos. Puede no ser verdad, pero ese día -que mi memoria preserva con la emoción con que lo viví cinco años seguidos- era imposible no creer que aún hay mucha gente que sabe que la lectura es el placer de los dioses y convencida de que, divirtiendo, entreteniendo, volviendo el sueño realidad, los libros cambian los destinos y hacen el mundo distinto (a veces, hasta mejor).

Copyright Mario Vargas Llosa, 1996. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1996.

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