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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Impulso en Verona

EL PROCESO hacia la introducción del euro sigue el diseño trazado en Maastricht y precisado en la cumbre de diciembre en Madrid. Así lo han reafirmado, frente a británicos y otros euroescépticos, los minisitros de Economía y Finanzas de la Unión Europea reunidos el pasado fin de semana en Verona. El mensaje (le la reunión es que la decisión franco-alemana de constituir la unión monetaria es más fuerte y logrará imponerse a todas las dificultades de las economías europeas para cumplir las exigencias de convergencia y, en particular, el saneamiento de las finanzas públicas.Alemania ha defendido en Verona que los países que accedan a la tercera fase de la Unión Económica y Monetaria prosigan el esfuerzo de reducción del déficit hasta el 1% del PIB. Es razonable ese empeño alemán en garantizar condiciones de estabilidad en el seno de la unión monetaria. Porque es este país, ciertamente, el que más tiene que perder con el abandono de su moneda y de su respetable Bundesbank. No lo es tanto que constituya una condición imprescindible en la transición hacia la disposición del euro, una vez que las economías entrantes han satisfecho las exigencias que el tratado establece en materia de déficit y deuda pública.

Mayor consenso ha existido, salvando la oposición británica y las objeciones escandinavas, respecto a la articulación de un esquema de relaciones cambiarias entre las monedas excluidas de la tercera fase y el euro. Se trataría de crear una nueva versión del mecanismo de cambios del Sistema Monetario Europeo (SME bis o SME II) que limitara la discrecionalidad de los movimientos en los tipos de cambio de las monedas que quedan fuera, con el fin de que no dispongan de ventajas competitivas.

El Gobierno francés, principal defensor de esta propuesta, quiere evitar que las economías excluidas exploten sus mayores posibilidades de fluctuación cambiaria para fortalecer sus exportaciones y disuadir las importaciones. La experiencia desde el inicio de la crisis del SME, en septiembre de 1992, no ha sido, en efecto, favorable para aquellas economías que no devaluaron su moneda, mientras que las de Italia, el Reino Unido y España, por ejemplo, se su pone que gozaron de esa ventaja.

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La racionalidad de esa propuesta no significa, sin embargo, que las devaluaciones provocadas desde 1992 lo hayan sido a voluntad de los Gobiernos, con el fin de disponer de esa ventaja competitiva. Por el contrario, los costes políticos -y también económicos, en algunos casos- derivados de esas devaluaciones que provocaron los mercados han sido evidentes. De ahí que no sea razonable arbitrar un código de represalias para aquellas economías cuya moneda devalúen en el seno del nuevo sistema, tal como ha propuesto Francia.

Con todo, una cosa ha quedado clara después del Ecofin de Verona: fuera de la unión monetaria, los inconvenientes serán superiores a los beneficios. La eventual penalización por los mercados financieros y las tentaciones divergentes, tan recurrentes en nuestro país, pueden dar al traste con los avances indudablemente conseguidos en estos dos últimos años.

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