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Una Europa con empleo y sin pasaporte

Xavier Vidal-Folch

¿Suscitará pasión la Europa del año 2000 que ha empezado en Turín al iniciarse la reforma del Tratado de Maastricht? La cuestión es decisiva. Porque una "Europa sin alma podrá ser perfecta, pero perderá todos los referendos", como alerta Pasqual Maragall. La temperatura es fría. Sólo un 15% de los ciudadanos es consciente de que se emprende una gran reforma.Los anteriores grandes hitos de la construcción comunitaria han tenido una gran ventaja respecto a éste: se podían resumir, concentrados, en una idea fuerza de potente capacidad simbólica. Así, el Tratado de Roma de 1957 daba a luz un mercado común, que se explica por si mismo. El Acta Unica de 1986 lo profundizaba en un mercado interior, base de la Éuropa sinfronteras de 1993. Y el Tratado de Maastricht podía quintaesenciarse en el proyecto de moneda única, acompañado de otros como la ciudadanía europea.

¿Y ahora? Ahora la jerga eurocrática, la, densidad de la discusión detallista y el carácter mismo del empeño -es una reforma de una reforma de por sí compleja- amenazan con generar una confusión que ahuyente a la ciudadanía. Algo peligroso, porque todos los grandes ejes de la Conferencia Intergubernamental (CIG) recién nacida la afectarán directamente. Y porque cada uno de ellos valdría por sí sólo un gran proceso constituyente: Una Europa solidaria con los vecinos del Este; una Europa influyente gracias a una más coherente política exterior que evite desastres como la de Bosnia. Y otros dos, quizá aún más concretos: Una Europa con empleo. La presión de los líderes socialdemócratas y la evidencia de que la unión monetaria no puede hacerse a palo seco si se pretende que la política de convergencia concite aceptación social han coloca do a la lucha contra el desempleo como "prioridad principal", declarativa, de la Unión. La CIG deberá decidir si incluye al empleo en el tratado. Todos saben que la generación de puestos de trabajo no se hace por decreto; que la competitividad es su requisito, y que las políticas de rigor y las con ductas de Gobiernos nacionales y agentes sociales son determinantes. Pero incluir el empleo en un texto constitucional europeo puede ayudar a diseñar políticas sectoriales a su favor; a juzgar luego a los administradores por ese baremo; a seleccionar todas las iniciativas comunes en función del mismo; a añadir la potencialidad de sinergia que lo comunitario tiene sobre lo nacional. Al final, los, resultados prácticos dependerán también de la voluntad política de los dirigentes. Cobrarán del éxito o de la frustración.

Una Europa sin pasaporte. Muchos se proponen en la CIG comunitarizar las políticas de seguridad interna: derecho de asilo, inmigración, lucha contra la delincuencia y el terrorismo, policía europea (Europol). Un espacio de seguridad y judicial común no es sino la otra cara de la moneda de un espacio de completa libertad de circulación de las personas. El convenio -intergubernamental- de Schengen, que pretendía ese objetivo acariciado desde la fundación de la Comunidad, abrió muchas esperanzas. Logró algunos resultados: la destrucción parcial de las fronteras físicas entre medía docena de países, la política común de visados. Sus desiguales y limitados éxitos han provocado alguna decepción. Pero ¿acaso un maxi-Schengen no es capaz de suscitar interés y adhesión?

Si los; líderes lanzan en la CIG proyectos concretos en estos ámbitos, habrá pasión. Si se enzarzan sólo en discusiones de campanario leguleyo sobre las cuotas de poder que depare a cada uno la reforma institucional, los periódicos venderán enfrentamiento. Morbo tendrá, mas morbo ensimismado.

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