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El misterio del libro envenenado

Vicente Molina Foix

No todos los editores son perversos. La historia de la literatura, que es bien distinta a la historia de la escritura, está llena de cartas en las que un autor apurado acompaña un manuscrito, pide un adelanto, reclama una liquidación o amenaza con partirle la cara a su editor. Y de las respuestas: devoluciones sintiéndolo mucho, negativas agrias, culpas a los distribuidores y otras mentiras impías. ¿La dialéctica hegeliana del amo y el esclavo o el cuento de la lechera hecha trizas en los arrecifes de la vida comercial? Marx añoraba la pureza de Milton segregando naturalmente, como el gusano de seda produce la seda, las páginas de un Paraíso perdido que no había cobrado por adelantado ni ningún agente le comerciaría como valor de cambio. Pero ha pasado mucho tiempo desde entonces, incluso desde que Marx escribiera la Historia crítica de la teoría de la plusvalía, y hoy no es raro que el artista produzca en serie cumpliendo con el formato, la perioricidad y hasta los gustos de la demanda industrial.Hay entre nosotros un editor, con quien nunca he publicado, que tiene la buena y rara costumbre de escribir cartas a sus lectores, aparte de las que mandará, me imagino, a los autores de su casa. En la pasada Navidad, por ejemplo, este editor, Mario Muchnik, felicitó las fiestas con un pequeño apólogo que en una carilla reproducía el fragmento de una carta de Conrad a H. G. Wells y en la otra la glosaba inteligentemente. Conrad, en lo que sería el comienzo de una amistad, le agradecía al anónimo reseñador de su Ebro Un vagabundo de las islas haber "escrito todo lo que piensa sin tener en cuenta el dolor o el placer que pudiera ocasionar a la criatura de piel (más o menos) delgada que está detrás del libro". Muchnik elogia tanto la perspicacia del crítico, que resultó ser el ya entonces, 1896, célebre periodista Wells, como la modestia del, aunque principiante, mayor en edad Conrad: "Ser capaz de individualizar la obra de un gran autor desconocido", escribe Muchnik, "de señalar sus méritos y de ser tan severo con sus defectos; y, como autor, ser capaz de sentirse tan alentado por los elogios como orientado por los reproches son actitudes hoy día sepultadas bajo el petulante narcisismo de la ignorancia de la que críticos y autores hacen gala casi todas las semanas en la prensa".

En la prensa se cometen sin duda semanal o diariamente ajusticiamentos o coronaciones sectarias, pero hay un reducto donde cada siete días se adormece o ahuyenta al lector, que es lo peor que puede hacerse en este mundo con los esforzados que sienten atracción por una página impresa. Me refiero al programa de La 2 de TVE precisamente titulado El lector, único espacio fijo y amplio de comentario y reseña de lo que se publica y última encarnación de una quizá bíblica maldición española, la incapacidad para interesar a los espectadores medios -lectores potenciales- en el libro, ese objeto del deseo aquí aún tan oscuro y remoto. Las comparaciones con los excelentes programas británicos, Bookmark sería el último ejemplo, o franceses, sobre todo, los de Pivot, son odiosas, claro, pero casi es peor pensar que, sin salir de casa, el único que supo dotar de amenidad y chispa a un programa semejante fue Sánchez Dragó, antes, eso sí, de su encuentro con el Espíritu Santo. Agustín Remesal, un antiguo periodista de la casa, posee sin duda entusiasmo y decoro, y también sentido del ridículo, pues no lleva al plató de El lector cuervos parlantes, como hicieron otros antecesores suyos de infausta memoria. Entusiasmo a secas, antigüedad, y una cierta cursilería de expresión ("cirujano de los sentimientos", le llamó una noche a Fernando G. Delgado, que lo encajó sin desmayo) son recursos en sí poco prometedores; lo malo es lo más habitual: esa falta de autoridad intelectual, tan corriente en nuestra crítica corriente, que consigue anular a personas brillantes o con cosas que decir a base de igualarlas y atomizarlas en unos debates sin perfil, sin mordiente, sin criterio.

Sentados en un podio enaltecedor, cada semana vemos a un grupo de escritores a los que, como fantasmas de un paraíso en desgracia, escuchan desde tercera fila borrosos asistentes que se rascan la cara sin mostrar la pasión de sus preferencias. (Espero que los pobres sean extras, y al menos cobren por eso). Amateurismo en el concepto, seguimiento servil de las modas, tributo a la actualidad: triste constatación de que hay en nuestro país imposibles que no dejan de serlo. John Milton nunca se habría sentado, creo yo, en ese trono de los martes. Si es que invitaban a un poeta medio ciego y tan mayor.

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