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DESAPARECE UN MITO DEL BAILE.

Huella y misterio del ballet

Desde los primeros pasos artísticos en su Sevilla natal, la carrera de Antonio Ruiz Soler ha tenido mucho que ver con el ballet. Comenzó a los seis años en la academia del maestro Realito aprendiendo los llamados "bailes de palillos", que no es otra cosa que la Escuela Bolera de tradición, el verdadero ballet español, enseñada directamente a partir de las antiguas y breves coreografías populares. Esta técnica le dio su sentido musical, su coordinación, su toque de castañuelas y su tan renombrada rapidez en las evoluciones de pies. A esa etapa de su formación contribuyeron los maestros Otero y Pericet, figuras claves en el árbol genealógico de la bolerística. El espectro de bailarín completo (definición de altura del artista de danza española capaz de alcanzar todos los registros y estilos) lo redondea con el magisterio en el flamenco de Frasquillo. Hoy, en la hora de la muerte, los flamencólogos puristas tienen pocas vestiduras que rasgar, pues Antonio siempre fue duramente criticado por su sofisticación y empaque teatralizante, verdadera génesis de un estilo personal.Fue en 1938 cuando realiza Aritonio en el teatro Ateneo de Buenos Aires su primer Concierto de danza, un tipo de recital que reunía piezas de flamenco con bailes de zapatillas. Así, en Antonio Ruiz Soler se volvía a cumplir el sueño dorado del bailarín español: el completo, capaz de hacer con el tacón o con la punta todas las formas de la amplísima danza escénica española. En su estilo, verdaderamente espectacular y hasta sinfónico, influyó mucho el ballet de su tiempo, especialmente Serge Lifar, de quien fue un gran amigo; y Georges Balanchine, a quien admiraba y encontró ocasionalmente en Nueva York a partir de, 1945, lo mismo que a Leonidas Massine, el creador de El sombrero de tres picos, que le iluminó sobre ciertas sutiles facetas de la danza en démi-caractére, al llamarlo años después al teatro La Scala de Milán para que alternara el papel del molinero con él mismo, y donde fue acompañado por Mariemma como la pícara molinera.

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Las giras de Antonio por Norteamérica le pusieron en contacto visual y estilístico con ese fenómeno que es el ballet de estilo neoclásico, aceptado ya, un poco inexactamente, como un invento de la costa este que retomó un incipiente testigo europeo de los años veinte y treinta. Los cuerpos de baile numerosos, las alineaciones interminables del music-hall, todo ello representaba una posibilidad nueva para una danza española nueva, más coral y a la moda.

Por otra parte, el recital de Antonio y Rosario, con sus números individuales o en pareja, se imbricaba en la mejor tradición de la danza española fundacional, abierta a, por ejemplo, los ritmos americanos. Antonio, como hizo ya Antonia Mercé, La Argentina, en su momento con La guajira, incorporó El manisero a su concierto solista.

Antonio creó el estilo neoclásico dentro de la danza española. Esta aseveración reta al estudio y el análisis coréutico profundo de su patrimonio creativo, amplio, complejo, lleno de sorpresas y en peligro de olvidarse. La reciente reposición de Allegro de concierto por el Ballet Nacional de España ponía de manifiesto esta modalidad de danza española de conjunto que ataca con virtuosismo y la inclusión de elementos académicos y seudoacadémicos en su lectura. Estos inspirados materiales coreográficos eran producto de su cultura visual del ballet moderno, de su fascinación por los grandes teatros de ópera, lo que logra plasmar a partir de 1953 con la fundación de su compañía y con la que se presenta en los festivales de Granada primero y en todo el mundo después. Su pareja entonces, ya rota la relación escénica con Rosario, es Rosita Segovia, una bailarina elegante y refinada, clásica como la que más, que le da una contrapartida brillante. En estos principios de los años cincuenta Antonio va hasta la música del padre Soler para componer unas piezas abstractas y difíciles, con vocabulario de la escuela bolera y donde también aparecían bailarinas sobre las puntas. Ese otro sueño de mestizaje y convivencia sobre la escena de la danza española y el ballet es un logro que ha tenido continuadores y que ha marcado la danza de los últimos 40 años.

En 1962 hay un significativo reencuentro con Rosario, y la frágil unión dura hasta 1965, en que se rompe abrupta y definitivamente en Suramérica. Sólo un homenaje en Madrid a la maestra rusa Karen Taff en 1992 les volverá a reunir sobre la escena por unos emotivos instantes.

Con giras, fiImes, libros y una calidad fascinante donde no escaseaba el exceso y un cierto egocentrismo de etoile, el mundo internacional balletómano se rindió ante este artista, que indudablemente elevó el listón de exigencia al baile masculino de su tiempo y aportó en su última etapa creativa de los años sesenta los contenidos que marcarían al ballet flamenco actual.

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