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Una tarde en la Biblioteca

Vicente Molina Foix

Fue casual que a mitad de un ciclo de los hermanos Marx por televisión tuviese yo que ir a la Biblioteca Nacional. La institución ha experimentado cambios espectaculares que han hecho del inexpugnable edificio de Jareño un lugar que da gusto visitar. Grandes cartelas anuncian el flamante Museo del Libro, que es educativo, distraído de ver, aunque quizá excesivamente catalán de diseño, y las exposiciones se suceden. La más reciente da mucha melancolía: vemos la letra de 100 autores queridos, desde la muy adobada de Calderón hasta la algo atolondrada de Unamuno, y pensamos que, de seguir así el progreso de las máquinas y la prisa del escritor dentro de otros 100 años el manuscrito de artista ya no existirá, con sus manchas de tinta y sus primeros pensamientos. Y hay últimas noticias, dadas por el director del centro, el poeta Carlos Ortega: su entrada (la del centro, no la de Ortega) en la red Internet, que dará pie a una futura Biblioteca Digital Nacional.Todo eso en la planta baja, la que está a la altura del hombre que pasa por el madrileño paseo de Recoletos. Subiendo la hermosa escalinata está la biblioteca propiamente dicha, que es, en el lenguaje profesional, "de último recurso". La definición la encuentro seductora, y por apocalíptica casi irresistible; explicada sólo quiere decir que ni, presta ni está abierta a cualquiera, pues se supone con una alegría muy española que lo que busca lo podrá encontrar en otras bibliotecas de primeros auxilios. El caso es que me vi obligado a recurrir a ella, y no siendo, ay, investigador, encontré en mi mismo una cualidad que la Biblioteca acepta para conceder un carné de acceso: ser autor. Consciente del privilegio acudí una mañana. El señor que me atendió era amable, aunque provisto al menos de una idea fija: la constatación de que yo era "autor publicado", según el índice del catálogo de la misma biblioteca no bastaba. Había que mostrar la primera página de algún libro propio. Estando yo en esas inquisiciones, llegó un hombre cetrino a solicitar su carné de lector. "¿Investigador?. "Investigador y sacerdote", dijo el cetrino. "Ah. Con lo segundo aquí basta. Aunque ahora", añadió el empleado, "quieran poner la religión a la altura del parchís".

Volví por la tarde con un ejemplar propio, que mostré no sin vergüenza, y allí mismo fotocopiamos. En pocos minutos tenía yo mi carné. Pero entonces... Al ir a pasar a la sala de lectura, una señorita conserje me dio el alto: "En la sala no se puede entrar con libros". "¿Ni siquiera con los propios? Mire la foto, soy yo". Ni siquiera. ¿Qué hacer? ¿Regresar a casa? ¿Regalarle el libro a la conserje? No parecía del género de mujeres que acepta regalos de desconocidos. Pero aun así ella me dio la solución, muy al modo de la más tradicional picaresca. "No se preocupe. Yo se lo guardo aquí en mi cajón (y lo abrió: una bayeta, una caja de clips, dos horquillas). No se oIvide de pedírmelo al marcharse".

Optimismo

Con esa estratagema entré al segundo recinto, donde otra también muy amable empleada me indicó cómo hacer la solicitud y anunció que los libros pedidos tardaban poco en llegar, unos 20 minutos. Sentí el primer optimismo de la tarde, rellené los volantes y me senté en el asiento asignado. Pasaron 20, 30 minutos, 45. Algún otro solicitante sí veía su número en la pantalla electrónica (el sistema es avanzado y cómodo), pero yo no. Me levanté del asiento, arrostrando esa mirada de íntimo reproche que todo investigador nato dirige a los advenedizos, y fui a preguntar al encargado de la distribución de pedidos. No, ninguno de los tres libros solicitados había llegado Sesenta, 70 minutos más. Me levanté de nuevo, esta vez sin fijarme en los reproches que cubrían mis espaldas, y volví al mostrador central. El amable encargado fue ahora a mirar los casilleros de las peticiones y allí los vio: mis volantes no habían sido cursados. "Ah, claro. Ha tenido usted mala suerte. Pidió los libros justo cuando empieza el descanso de la merienda. La peor hora para llegar". Quiero decir que, a su debido tiempo, obtuve los libros, los empecé a leer y pude reservarlos para el día siguiente, ya que con el ajetreo se me hizo tarde. También señalo, por si sirve de algo, que a lo largo de mi tarde en la Biblioteca tuve que dar por escrito mi teléfono, en distintos impresos, cuatro veces. Mi teléfono, sí, y cuatro veces. Ahora pienso que quizá fuese para facilitar mi conexión con Internet. Por la noche me esperaban en casa los hermanos Marx, esos escépticos del progreso y burlones de todo lo que hace al hombre víctima de la rutina de otros hombres. Pero ellos se divirtieron Una noche en la ópera, Un día en las carreras, Una tarde en el circo.

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