Los votantes del miedo
El experto en historia contemporánea Timothy Garton Ash comenzaba su análisis de las elecciones presidenciales polacas (en la New York Review of Books) con una advertencia útil: "Cualquier acontecimiento se puede explicar". Con que un simple 2% de electores polacos no hubiera votado a Kwasniewski, sino a Walesa, todos los comentarios habrían sido distintos. Se habría hablado de la sorprendente derrota de los poscomunistas y de la confirmación de la tradición de Solidaridad. Algo parecido podría decirse de las elecciones austriacas e incluso de las rusas.A pesar de esta importante reserva, hay una impresión dominante que llega hasta a relacionar las elecciones de las últimas semanas con las huelgas francesas y belgas. De pronto, la seguridad vuelve a adquirir enorme importancia. La gente está harta de las reformas inciertas que han dominado los últimos años. Nos referimos fundamentalmente a las reformas económicas y sociales: la gran transformación en los países ex comunistas y la respuesta a los retos de la mundialización en el mundo occidental. Mientras los reformistas siguen insistiendo en la necesidad de flexibilidad, los ciudadanos buscan clavos ardiendo a los que agarrarse en el turbulento mar del cambio. Los esperan sobre todo de la política social, ya sea la vieja garantía de subsistencia del comunismo o las comodidades de un Estado de bienestar que se desvanece.
La reacción es comprensible, pero plantea al menos dos preguntas que, a su, vez generan una, respuesta para el futuro: ¿pueden cumplir los representantes de unos electores deseosos de seguridad -los ex comunistas polacos y rusos o los socialdemócratas austriacos y franceses- con lo que los votantes esperan de ellos?. ¿Qué harán los electores asustados cuando se vean defraudados en sus esperanzas, al mismo tiempo nuevas y antiguas? La respuesta de Yeltsin a las elecciones parlamentarias fue que la reforma seguiría adelante. Esto se puede generalizar: la transformación económica no va a detenerse, ni en el Este ni en el Oeste. De ello se encargarán dos tendencias relacionadas entre sí. Una es la necesidad pura y simple de las empresas de sobrevivir en la economía mundial. Sólo es posible con un nuevo equilibrio de costes y calidad que exige, sobre todo en Europa, un aumento de la productividad, es decir, una reducción de costes sin pérdida de calidad. Traducido a la realidad cotidiana de las personas, significa que seguirán desapareciendo los empleos bien pagados y que los ingresos disminuirán para muchos. En las clases medias, sobre todo, hay motivos sobrados para tener miedo al paro, a la jubilación anticipada, a la disminución de los ingresos y a unas perspectivas de futuro sombrías.
Al mismo tiempo, el Estado de bienestar a que estamos acostumbrados no se puede mantener, con la actual tendencia de costes. Es simplemente una cuestión de costes salariales adicionales y, por tanto, de competitividad. También tiene que ver con el endeudamiento del Estado y la disposición de los ciudadanos a dedicar sus impuestos al pago de los intereses de la deuda pública. (En los países de la UE hay que añadir la convergencia de Maastricht). Pero incluso sin estos factores económicos el aumento de la esperanza de vida y los avances técnicos de la medicina harían que el Estado de bienestar en su forma tradicional fuese imposible de financiar. La reforma es, pues, ineludible.
Y las viejas fuerzas, que han sido reelegidas no pueden, cumplir todas las expectativas de sus electores. Es evidente que para hacer los cambios necesarios existen diversos métodos, y está claro que el primer ministro italiano, Dini, ha sido más hábil que el primer ministro francés, Juppé. El enfrentamiento entre el canciller federal austriaco Vranitzky y el aspirante asucederle, Schüssel, era también más una cuestión de método que del alcance de los cambios necesarios. Pero el problema no desaparece; es enorme, y posiblemente supera las posibilidades de los mejores líderes políticos.
¿Qué harán los votantes asustados cuando se den cuenta de ello? Haider es uno de los decepcionados tras las elecciones austriacas; todo parece indicar que su coqueteo con los antiguos miembros de las Waffen-SS sólo le beneficiará entre una pequeña proporción de votantes. Tampoco Zhirinovski ha alcanzado su objetivo en Rusia; sabe que no ganará las presidenciales del próximo junio. Pero existe el peligro de que, cuando los votantes comprueben que la seguridad de ayer tampoco se puede recuperar con los políticos de ayer, busquen una oferta más radical. Porque el miedo no desencadena movimientos revolucionarios. Los estudiantes e intelectuales de París soñaban con 1968 y con los anteriores puntos de inflexión de la historia francesa, remontándose incluso hasta 1789. La equivocación no ha podido ser mayor. Los grupos que apoyan las revoluciones son los que saben que el futuro está de su parte. Los revolucionarios defienden a capas en ascenso a la que las circunstancias impiden desarrollarse. Pero los que hoy salen a la calle son grupos amenazados o incluso en declive. Son votantes del miedo, no de la esperanza. Los votantes del miedo quieren protección. No desean tomar las riendas del poder, buscan quien les ayude a alcanzar la anhelada seguridad. Su tendencia siempre es autoritaria. Sus breves rebeliones se desmoronan en cuanto llega alguien que les dice por dónde hay que ir. Como mínimo, ése es el peligro que albergan las asustadas clases medias de la actualidad.
Como se ve, las dos preguntas planteadas -no conducen a respuestas muy agradables. ¿Puede la izquierda tradicional que ha vuelto a acceder al poder cumplir lo que esperan de ella los votantes? Probablemente no. ¿Qué harán entonces los votantes? Buscar soluciones autoritarias. ¿Es que no hay otra cosa? ¿No hay ninguna respuesta que combine mejor libertad y seguridad?
Las deliberaciones vuelven una y otra vez a la cuadratura del círculo que se exige. La atención a los ancianos y, una sanidad garantizada son temas centrales en los que debe encontrarse un nuevo equilibrio entre la aportación propia y la prestación comunitaria. Pero hay una idea que muestra de forma especialmente clara lo mucho que hay que reflexionar para encontrar la seguridad en libertad. Un tema fundamental es la modificación del mundo laboral; es decir, la expansión de los empleos a tiempo parcial y los contratos temporales, la necesidad de cambiarse de profesión, la inevitabilidad de periodos de paro para muchas personas. Otro tema fundamental es la educación y formación para unos currículos tan cambiantes, uno de los terrenos donde pueden ayudar los derechos sociales transferibles. Si todos y todas tuvieran una "cuenta individual de formación", muchas cosas serían más fáciles de resolver. Esta cuenta: se alimentaría en parte con fondos procedentes de los impuestos y en parte con aportaciones propias o de las empresas. Los individuos podrían emplearla cuando lo deseasen, tanto para la formación inicial como para la formación continuada, o para el aprendizaje en la tercera edad. Eso aumentaría la flexibilidad; al mismo tiempo se proporcionarían continuamente nuevas oportunidades de participación en el mercado de trabajo y en la sociedad civil en general, y la educación pasaría a ser, junto con la vida laboral, una parte cambiante de la trayectoria vital.
Esta propuesta plantea muchas preguntas. Aquí la mencionamos no sólo por su interés intrínseco, sino por un motivo aún más importante. Para que el mundo al que nos dirigimos sea al mismo tiempo libre y seguro, tenemos que tener más imaginación de la que muestran los que prometen mantener las estructuras actuales. Hace falta un nuevo pensamiento que reduzca gradualmente el miedo en lugar de jugar con él de manera populista. Ya es hora de que llegue ese nuevo pensamiento, porque las alternativas son amenazadoras.
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