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Bilbao

Vicente Molina Foix

Le preguntaron a Bertolt Brecht por qué había titulado Bilbao Song una de las canciones de Happy End, sin tener la ciudad del Nervión relevancia ninguna en la leve línea dramática de esa pieza teatral hecha en colaboración con Kurt Weill. Brecht había visto el nombre en un mapa y le gustó la suma de sus letras. Lo pronunció en voz alta y aún le gustó más. El sonido de aquel lugar extraño para él lo quiso hacer familiar con la música de sus versos.Bilbao tiene un empaque sonoro indiscutible, pero tiene algo más. Bilbao empujó a Bigas Luna a ponerle Bilbao a una de sus primeras y más inquietantes obras; la película no era de ambiente vizcaíno, pero la prostituta que obsesiona al protagonista se llamaba Bilbao. "Esa vieja luna de Bilbao. Allí donde el amor valía la pena", dice el estribillo brechtiano.

Bilbao pasa por ser una ciudad fea e industrial, dos adjetivos que parecen fundidos en una simbiosis. También Glasgow y Chicago, como Oporto, tienen la misma fama. Húmedas, tenebrosas, manchadas por el humo de muchos años de sacrificios en el alto horno del progreso. Son, precisamente por ello, ciudades que encuentro de gran belleza, siempre que uno amplíe el concepto de lo bello hasta los límites de lo sublime y lo lóbrego. En un viaje reciente he visto que Bilbao puede atraer hasta por rasgos menos tétricos; el esqueleto del futuro Museo Guggenheim aún no permite pronunciarse sobre la criatura que Gerhy va a crear allí, pero el nuevo metro de Norman Foster ya es un cuerpo vivo: acogedor, amplio, claro, tan atento al confort del viajero como dispuesto a recordarle en todo momento el aire melancólico, expresionista que todo mundo subterráneo tiene desde Piranesi. Y hay pocos signos urbanos más hermosos y memorables que esos espaldares de gusano en aluminio y cristal (que dan acceso a las estaciones desde la calle. Si Gerhy logra junto a la ría, pace Oteiza, una de sus obras maestras y no se queda en el mero chascarrillo visual del tipo del pececito de la Villa Olímpica de Barcelona, Bilbao tendrá su gran catedral laica del siglo XXI. Aun siendo esa ciudad ferruginosa, turbia, incierta, coral. Y filarmónica.

Pero podemos ir también a Santiago de Compostela y a Gerona, a Sevilla, a Valencia. Con un prurito moderno que a veces tiene tanto de esnobismo que cae en lo paleto, los dignatarios locales, en su mayoría socialistas, han querido tener todos en sus municipios un foster, un siza, un calatrava, un gerhy, una sala de música polivalente, un gran centro dramático regional o, si se tercia, nacional, una plaza abierta a diversas lecturas, como las películas de Antonioni. Si la Europa de las ciudades fue algún día en alguna parte una utopía, ya ha llegado a España, y yo me alegro, porque coincide con la desaparición como sueño habitable de la supercapital del reino, Madrid. ¿Responde esto a algo? La psicología social no es mi fuerte, pero seguro que hay un oscuro vínculo entre la quintaesencia política madrileña -cabeza estatal, Gobierno nacional, sede comunitaria, municipio escaparate- y su actual decadencia estética, urbana, moral.

Pues, ¿cómo va a ser casualidad que Madrid tenga, hablando de obras públicas recientes, el auditorio más soso y disonante de España, el Museo de Arte Contemporáneo más conventual y adusto, la torre de comunicaciones mas acaramelada, las fuentes de diseño más árido, las estatuas más acartonadas, los teatros más astracanados? Un vidente de la política quizá diría que esa degradación simbólica se debe al sesgo actual de la cosa pública, que al ser la suma de un poder progresista en retirada y un poder retrógrado en avance, cristaliza en un híbrido inmóvil, introvertido, grandilocuente. Y así Madrid es hoy esa ciudad charlatanesca que apenas pinta nada, cobra mucho por todo y da muy poco a cambio. Pero siempre nos quedarán las renovadas capitales de provincia. Por ejemplo, Bilbao, donde se puede por un dólar tener ruido y placer".

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