La soledad de un militar
Si un solo instante valiera para dibujar todos los contornos de un hombre, a Gutiérrez Mellado lo habría grabado en la retina de los españoles el segundo en que, empujado como por un resorte, saltó del banco azul para plantar cara a una cuadrilla de golpistas. No fue prudente su gesto, que los asaltantes pudieron entender como una provocación y aprovechar para ajustar cuentas con el valeroso insensato dando con su cuerpo en tierra. Lo intentaron, agarrándole por el cuello y poniéndole una cobarde zancadilla, pero su esqueleto, de frágil apariencia, resistió sin doblarse.Así era, o así quedó para siempre Gutiérrez Mellado en nuestro recuerdo: menudo de cuerpo, pero recio de hueso y vivo de espíritu.
La mezcla de soledad y valor explica el decisivo papel desempeñado por Gutiérrez Mellado en los más delicados momentos de la transición. Solo, con la única compañía de Díez Alegría entre 16 generales, votó en las Cortes franquistas el proyecto de ley que modificaba los artículos del Código Penal relativos a los derechos de reunión y asociación; solo, con la oposición de los ministros militares, aceptó sustituir al general De Santiago como vicepresidente para asuntos de Defensa cuando éste rechazó la reforma sindical; solo, capeó la crisis abierta en las Fuerzas Armadas cuando Suárez decidió legalizar al Partido Comunista; solo, en fin, perderá en más de una ocasión la compostura para ordenar silencio cuando algún energúmeno intente caldear los ánimos en el entierro de alguna víctima de ETA.
Esa soledad constituyó su fortaleza, pero fue también fuente de su debilidad. Gutiérrez Mellado tuvo que descender 18 puestos en el escalafón para encontrar un militar que aceptara la jefatura del Alto Estado Mayor, y hubo de tragarse más de un sapo ante las intemperancias y los insultos de algunos de sus compañeros y de los civiles que les jaleaban. Se le ha acusado, por eso, de haber seguido una política de nombramientos que acentuaba su aislamiento y de no haber sabido ganarse para su política a los pesos pesados del Ejército. No es nada seguro qué habría podido hacer otro en su lugar -especialmente Alfonso Osorio, su crítico más acerado- sino plegarse a lo que la mayoría de los militares pretendía en aquellos momentos: limitar la reforma, disminuir el ritmo, mantener la exclusión del Partido Comunista. Pero es cierto, en todo caso, que su proyecto de profesionalizar a los ejércitos y subordinarlos a la autoridad civil dentro del ordenamiento constitucional le exigía recorrer un camino erizado de trampas que, en cualquier descuido, podían dar al traste con todo el proceso de la democracia. El problema no consistía en qué política de nombramientos seguía o dejaba de seguir. Por decirlo con sus palabras, no era posible sacar una manzana de un cesto de fresas. El problema, como ya había ocurrido durante la República, radicaba en que él no era el hombre de los militares en el Gobierno, sino el hombre del Gobierno o, más exactamente, del presidente entre los militares. Gutiérrez Mellado era un militar combatiente en la guerra civil, destinado luego a asuntos de seguridad y finalmente a la jefatura del Alto Estado Mayor que emprendió la tarea de clausurar varias décadas de militarismo, poner fin a la presencia de militares en las instituciones políticas, desvincular de los ejércitos a las fuerzas y cuerpos de seguridad, enviar a mejor vida el concepto y la práctica de un "poder militar autónomo", integrar a los tres ministerios militares en un único Ministerio de Defensa y conseguir, en fin, que los militares aceptaran la supremacía de la autoridad civil, requisito indispensable de cualquier régimen democrático. No estaba preparado para tamaña empresa; ningún militar lo estaba, pero, por definición, esa tarea no la podía cumplir un militar adversario de la reforma; Gutiérrez Mellado tenía que elegir militares afines para llevar a buen puerto una navegación tan arriesgada. Lo hizo con buen ánimo, no escaso valor y una buena dosis de coraje, flaqueante cuando no pudo resistir la presión que obligó a excluir de la amnistía general a los miembros de la Unión Militar Democrática, expulsados del Ejército sin posibilidad de retorno, pero lo hizo de tal manera que acentuó inevitablemente su aislamiento de todos los que, entre las Fuerzas Armadas y sus cómplices civiles, conspiraban contra el régimen recién instaurado. Así, a riesgo de una intervención de los sectores ultras del Ejército, se acentuó una vez que la Constitución fue aprobada en referéndum y sancionada por el Rey sin que descendiera la criminal actividad de ETA. Las tensiones acumuladas por la interminable serie de asesinatos, sumadas a la crisis de UCD y al supuesto "desencanto" de la opinión pública, dieron alas a los conspiradores mientras Suárez y Gutiérrez Mellado perdían apoyos políticos y militares. Era ministro de Defensa cuando estalló, en noviembre de 1978, la Operación Galaxia y era vicepresidente para los asuntos de Defensa de un Gobierno en funciones cuando se produjo el golpe del 23 de febrero. Su soledad en el día decisivo muestra los límites de las reformas acometidas.Pero como no lograron echarle a tierra ni sepultar su política, ésa será su imagen perdurable: la de un militar vestido de civil que se levanta para detener un golpe de Estado con la sola fuerza de su voz y su esqueleto.
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