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Tribuna:CRÓNICAS: JUAN CRUZ
Tribuna
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El otoño de los premios

Juan Cruz

En un periódico de Sevilla se escribía esta semana la verdad de la vida, o por lo menos la verdad de la vida literaria, que a veces también se parece a la vida. En una pagina de ese periódico, Fernando Savater decía desde Chile: "El éxito no existe". Y en otro recuadro del mismo diario, Francisco Ayala, a quien le dedicaron esta semana un homenaje en la capital andaluza, afirmaba: "La bolsa de la vida literaria está sometida a demasiados vaivenes". La literatura es un humilde oficio, como el de la zapatería o el de la relojería; y, a pesar de que los periodistas nos hayamos olvidado de ello, es incluso tan humilde como el oficio del periodismo. Y, sin embargo, estos oficios han llegado a estar tan ligados al éxito o al ajetreo de las bolsas como el tenis, el fútbol o la banca, que sí basan su notoriedad ocasional o su porvenir incierto en el éxito inmediato, en la ganancia corta, en el pelotazo.A esa parafernalia que ha contaminado de tal modo la creación artística, y no sólo la literatura, se refieren Savateri y Ayala y dicen con eso lo que mucha gente está pensando. En esta estación de los premios que estamos viviendo se produce un ajetreo que parece contradecir esa supuesta nobleza callada del escritor o de cualquier artista que busca en su imaginación o en la historia de los otros cómo contar mejor un cuento o cómo emocionar con un poema o cómo fijar la vida en un cuadro, y, sin embargo, se ve, en un momento determinado, de lo que se llama la carrera artística, corriendo detrás o delante de un premio o de un castigo. Suele decir Javier Marías que no comprende cómo una novela, que se fabrica sin que nadie la precise, se convierte luego en un objeto de uso frecuente, como si en efecto fuera necesaria. En la verificación de ese misterio está la verdadera recompensa de la literatura y de cualquier arte y no en otros éxitos o fracasos que además están determinados tantas veces por el azar y tantas veces por la simpatía. Decía Fernando Trueba esta semana, después del éxito, por cierto indudable, de Two much, en la que aparece de nuevo como un cineasta, profundo y fresco, que lo que más odia de su oficio es lo que le somete a la disciplina de la promoción y de las luces, públicas; él estaría encerrado entre las paredes del guión y de la filmación 31 se desdoblaría en otro, como Banderas en la película, cuando viniera ese periodo de griterío que ahora parece inexcusable para acompañar cualquier obra de arte.

Lo cierto es que los premios están ahí, se otorgan y se reciben. Y se esperan. Suele uno escuchar de los creadores que a ellos no les importan los premios, que no trabajan para ello; entre los que no los quisieron, Juan Carlos Onetti está en primera línea, pero decía que sobre vivió en el exilio de Madrid gracias al Cervantes, y que para eso sirvió el galardón. Pocos llegan a rechazar un premio de cualquier calibre, aunque hay gente de esa estirpe: Samuel Beckett estaba perdido en Túnez y nunca supo de él la Academia sueca, hasta que él mismo dispuso del dinero del Nobel para regalarlo, según dicen, anónimamente, a una institución benéfica. Rafael Azcona, entre los nuestros, nunca acudió a recibir un agasajo. Los que rechazan los galardones antes de tenerlos, que los hay a cientos, están en realidad tentando, la suerte como los toreros bravucones. Se ha visto a la gente más humilde indignarse por un ex aequo, porque tampoco se aprecian los premios compartidos, y es común todavía la tarea de la recomendación. La conversación suele ser ésta:

-Hombre, si pudieras inclinarte por Fulano de Tal...

-Es que me voy a inclinar por Mengano.

-¡Qué contrariedad! ¿Qué tienes contra Fulano de Tal?

La literatura, el arte en general, está en efecto sometida a los Vaivenes de la bolsa, como todo en esta vida. Un poeta, hace mucho tiempo, interpeló a otro desde la acera de enfrente, en una calle de Madrid:

-Oye,¿y por qué no me escribes una crítica de mi último libro? Ya tengo 39 críticas y con la tuya harían 40.

Mientras tanto, mientras la vanidad deambula por la tela de araña de premios y castigos, instalado en la inocencia siempre habrá un lector que seguirá leyendo ingenuamente el libro que ha descubierto y que nadie todavía le ha contaminado con la maldad o la perversión con que tantas veces se tiñe el guiño literario, este oficio de zapateros de la imaginación y del alma.

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