José Hierro
La reina de España le entregó la semana pasada el premio que lleva su nombre. Un premio hasta la fecha diamantino por la altura de los poetas que lo han recibido. Ahora lo que cabe esperar es que el Premio Cervantes, tan cuarteado por dudosas decisiones, se honre pronto con el nombre de José Hierro, es decir, con el de quien es, probablemente, el lírico más importante de la posguerra española."Poeta en tiempo de miseria" lo llamó -lo aludió- cáusticamente un insigne especialista en desleales necrologías y acerbos dicterios de casino de Ginebra. Pero al cabo de los años el sarcasmo se ha trocado, involuntariamente, en elogio. Porque, sin una palabra de rencor, sin una sombra de resentimiento, sin un gesto de. ira, incluso de amorosa ira, que seguramente también es necesaria, Pepe Hierro, hijo de la España aplastada por la guerra civil, ha sabido dar la palabra de la poesía a la dignidad de los vencidos, al hermoso orgullo de los que fueron fieles a la voluntad del pueblo, a la hombría moral de quienes soportaron, sin vender sin alma, cárceles y destierros y persecuciones.
Hoy todo eso es agua pasada y a los muchachos de los viernes por la noche o a los que estudian furiosamente para poder participar en los bienes de este mundo, que es duro como siempre, les queda muy lejos, casi como a nosotros nos quedaba la guerra de Cuba. Pero les queda lejos, en las páginas de los libros de historia o en la frágil memoria oral, no en los versos de Pepe Hierro: en su Reportaje, en su Canción de cuna para dormir a un preso, en Los andaluces, en El pasaporte y en tantos otros poemas donde la belleza salva para siempre -este siempre de los hombres- el dolor de la dignidad, la lealtad de los derrotados, el pudor de los desterrados.
Hay que repetirlo, nos dicen algunos que hay que repetirlo, y tienen razón, que no, que no todo vale. Pues bien: la poesía de Hierro, lo lleva diciendo desde 1947, desde su primer libro, Tierra sin nosotros. Y se lo dice a los insomnes muchachos de los viernes -para ellos parece estar escrito Mambo, ese poema sonámbulo de la noche y el alcohol-, y se lo dice también a los furiosos de los pupitres y las oficinas. Lo dice sin la capa pluvial del preste que amonesta ni la máscara grandilocuente del dómine que predica, con la sola verdad de la palabra pautada, acorde, musical -de música de violín o de piano, no de acordeón- y el verso vigoroso y nutrido por los maestros mayores de la lengua, desde Menrique a Darío y Juan Ramón Jiménez. Palabra y verso que hace del lector, sin la ironía, baudeleriana, el semejante, el prójimo, el hermano de afanes y deseos: "Yo, José Hierro, un hombre / como hay muchos...".
Pero este hombre de cabeza poderosa y mirada grande y ubicua, nunca es poeta de la nostalgia. Sabe, sí, que el puro presente no existe, que somos el resultado y la conciencia del hoy y del ayer ("Mi reino vivirá mientras/ estén - verdes mis recuerdos"). Por eso su poesía transita los círculos luminosos de las alucinaciones, que restablecen, poéticamente, la integridad del mundo. Lejos de la nostalgia, la poesía de Pepe Hierro celebra la dicha gloriosa de vivir, de vivir porque sí, "lo eternamente jubiloso / sobre la tierra o las espumas", como canta su gran poema Paganos o como celebra ese otro memorable, Estatua mutilada, donde la contemplación de una figura romana de mujer -rostro borrado, manos truncadas- convoca el recuerdo de una gran historia de amor, la que, al igual que en Los puentes de Madison, de Eastwood, viviría en la Tarraco del imperio aquella anónima mujer con el. ensimismado, terco amante que se le apareció de pronto: "Un legionario, un soñador, un triste", que era mil veces preferible al apacible y tedioso de sumarido, un funcionario con quien había fatigado las grandes ciudades del imperio -de Gades a Palmira- hasta que en Tarraco la poseyó ese amor que crea y destruye, el de luna secreta y corazón nocturno.
Poetas verdaderos hay muy, pocos. Pepe Hierro es uno de ellos. Va a seguir siéndolo, con el Premió Cervantes o sin él. Sus libros están en la calle. La Universidad de Salamanca y él Patrimonio Nacional acaban de editar una nueva antología de su obra.
A sus recitales, cada vez más numerosos, acude un público abundante y ansioso de escucharle sus versos, los de siempre y los nuevos de su Cuaderno de Nueva York. Y lo ovaciona -así lo ovacionó en el Palacio Real el jueves pasado- convicto de poesía y belleza. Felicidades, maestro.
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