Nadar sobre las olas
Aunque sea paradójico decirlo en su muerte, la gran virtud de Malle fue su pervivencia. Al principio, su cine era de calidad, y decir eso en los años sesenta, cuando él trabajaba en un cine francés lleno de grandes nombres nuevos, tenía un matiz de desprecio. La Nueva Ola combatía precisamente el llamado "cinéma de qualité", literario, sólido, rimbombante, y el hecho de que frente a las fórmulas improvisadas, callejeras, de Chabrol y Rivette, Malle empezase con adaptaciones novelísticas de enjundia le hacía sospechoso.Su primera película, con todo, fue un thriller que, aun basado en un autor francés, contenía homenajes y rasgos del americanismo que la Nueva Ola reivindicó: la música era de Miles Davis, y el clima, negro y urbano. Lo que sucede es que a partir de 1959, mientras Godard debuta con Al final de la.escapada, Truffaut con Los 400 golpes y Démy con Lola, Malle realiza una serie de películas de alto calado intelectual que entonces a muchos nos parecieron elegantes, pero pomposas y hasta levemente acartonadas: Los amantes, sobre el excelente relato de Vivant Denon Ningún mañana, ahora tan en boga; Zazie en el metro, según el libro de Queneau, o Fuego fatuo, adaptación de Drieu de la Rochelle.
El hecho de que su primera película extramuros, i Viva María!, filmada en México con Jeanne Moreau y Brigitte Bardot, resultase una chispeante pero hueca parodia de la revolución zapatista, no hizo subir la estima de este hombre al que se respetaba sin darle nuestro corazón.
Es precisamente en la siguiente década, cuando la compacta camada de los directores nuevaolistas surgidos de la revista Cahiers du Cinéma se dispersa y en algún caso se malogra, cuando empieza a verse en Malle algo más que un riguroso pero poco imaginativo adaptador de grandes novelas.
Por un lado inicia en 1970 con El soplo en el corazón, obra maestra delicada y turbadora sobre la relación incestuosa de una madre con su hijo enfermo, la trilogía de la niñez, completada años más tarde por Lacombe Lucien y Adiós, muchachos, que mezclan la ocupación nazi, el colaboracionismo y la crueldad infantil con fascinante ambigüedad.
Y en 1978, el refinado exponente del buen gusto francés debuta en Hollywood con Pretty baby, que causó estragos, no sólo por las tiernísimas carnes de Brooke Shields.
La venganza de este ecléctico cosmopolita sobre sus antiguos colegas formados en el cine americano de serie y de géneros fue total con Atlantic City, una de las grandes películas de los ochenta, en la que utilizando los ojos históricos de Burt Lancaster y toda la imaginería de las mujeres rotas acumulada en la figura de Susan Sarandon, consiguió quizá la más genuina incursión en los fondos más bajos del modo americano de vida hecha por un cineasta europeo.
Trabajando con igual soltura en dos o más países, en dos lenguas y dos escalas (la película coral y cara, el ensayo de cámara), Malle muere no sólo joven, sino en plena forma artística. Milou en mayo es para mí el más inteligente y ácido retrato del espíritu de mayo del 68; Herida, una obra maestra de las pasiones políticas y amorosas, realzaba con genio el gran guión de David Haré, y una parte del público europeo ha saludado como película clave de esta década ese curioso documento de trabajo que es Vanya en la calle 42, rodada, según confesión del director, no por un interés propio, sino para dar gusto a los requerimientos archivistas de sus amigos André Gregory y Wallace Shawn, intérpretes en 1981 de su excelente diálogo filmado Mi cena con André.
Muere además sin haber realizado su proyecto Marlene, ése sí personal y muy deseado, en el que Uma Thurman iba a encarnar a la Dietrich en lo que quería ser no un biopic al uso, sino el relato de un episodio concreto de la vida de la gran diva. Un homenaje, diríase, al cine de siempre de alguien que, marcado inicialmente por la literatura, tanto contribuyó a hacerlo perdurable.
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