Una vida italiana
Los debates sobre el revés y el derecho del enigma de Pasolini se sustentan en una materia de discordia fascinante por inagotable. Fue un ideólogo marxista que zarandeó con fuerza al PCI; se comportó a veces como un moralista de rigor casi puritano, pero defendió con gallardía su homosexualidad y se hizo tribuno de los raggazi di vita de las zonas golfas de Roma, uno o varios de los cuales fueron paradójicamente el arma que silenció su elocuencia; fue un espíritu de insondable fondo religioso, que nunca abandonó la educación católica que le dio su madre, pero que fustigó al Vaticano, a sus laberintos burocráticos impenetrables y a su partido político, la DC, con todos sus líderes sin excepción en el punto de mira de sus dardos. Y era dueño de tan grande energía moral como física, pues fue capaz, en plena euforia gauchista de 1968, de hacer frente solo una manifestación de un centenar de estudiantes que hacía la revolución pisoteando a un guardia urbano abatido a tortas.
Era un ateo capaz de realizar con absoluta sinceridad el monumento de fe de El evangelio según San Mateo; un cineasta de extremado buen gusto que osó poner en imágenes el horror escatológico de Saló o los ciento veinte días de Sodoma. Contradictorio, pero dotado de enorme coraje, aquel incatalogable e infatigable buscador de peleas, es hoy pasto de una pelea nacional italiana, en la que hay modernos que desde su insignificancia le consideran un retrógrado, un conservador, un populista y un antimoderno. Es una pena que Pasolini no tenga oportunidad de responderles a su temible manera, que le llevó a la muerte.
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