Zaragoza, lo último
Hace un sinfín de años, durante mi primera noche zaragozana, iba yo por la calle cuando se me acercó un joven borracho para decirme al tiempo que me daba la mano: "Oye, llámame Hache". Caminamos juntos unos minutos, mientras él hablaba y hablaba de un tal Parrilla, poeta salvador de la Humanidad. Al llegar a la puerta del hotel, pensé que iba a perder el acompañamiento de oído, más, de repente, apareció Carmina, joven actriz de Vigo: "¡Pero si estás con Hache!". Y de esa guisa abandonaba Hache su callejeo salival para convertirse en la estrella absoluta de un ruidoso garito cercano. Quiero decir cercano del hotel, desde luego, pero también de cierto espíritu confidencial a destiempo, tipo años sesenta y poco. Supe así que Hache quería llamarse "así, sin más leches", con lo cual resultaba, que, desde su primer abordaje, había surgido el hombre con toda la verdad por delante. Hache se hacía fabricar caramelos para repartir a voleo, protegidos con uno de esos envoltorios que resulta que llevan dentro algún poemita escrito, entre picaruelo y sentido. Hache, en cambio, iba al grano fecundo de Neruda e introducía esta letra agridulce en sus caramelos dialécticos: "Nosotros no rezamos./ Stalin dijo: "Nuestro mejor tesoro/ es el hombre",/ los cimientos, el, pueblo./ Stalin alza, limpia, construye, fortifica, / preserva, mira, protege, alimenta,/ pero también castiga./ Y esto es cuanto quería deciros, cámaradas:/ hace falta el castigo". De Zaragoza, que es lugar donde no acabo de saber por dónde caen las cosas, siempre protegeré ese instante en que el dulcero subversivo recitó el fragmento que contenían sus propios caramelos. Nada más afirmar en voz alta lo que con la cabeza negaba ("nosotros no rezamos"), el personal se quedó como en misa. Es cierto que estallaron dos o tres risitas al escuchar a Stalin en plan bolero: "Nuestro mejor tesoro es el hombre". Pero luego, cuando el padrecito deja de hablar, se arremanga y entra en acción, Hache se puso a declamarlo como pregón realacadémico ("alza, limpia, construye, fortifica") llevado al paroxismo, a pie de obra, por algún alguacil en celo. Y, cuando todo estaba a punto de caramelo, hizo Hache una pausa que hasta podía cortarse en rodajas y, en consecuencia, dejó caer el hacha, al término, sobre el cuello inocente de San Vito: "Pero también castiga". Dolía, claro está, por más que agradeciésemos el aviso. Y, al hilo de eso, volvía a hablar Hachel de las profecías poéticas de un iluminado llamado Parrilla. Tiempo después, empecé a recibir la revista que Parrilla se dedicaba a si mismo, a su culto, a su perfección. Era un gurú inspirado, cuyo nombre acabo de ver citado, mira por dónde, en el úItimo libro de la escritora uruguaya Ida Vitale: Afinidades (Vuelta, México).
Hache, de Zaragoza, conocía no sólo a Parrilla, sino a todos los poetas de la ciudad: Manuel Pinillos, Miguel Labordeta, Guillermo Gúdel, Luciano Gracia, Julio Antonio Gómez, Raimundo Salas, Elena Pallarés, Ignacio Prat, Aurora Egido, Ángel Guinda... Y a otro, José María Alfonso, que andaba por París, publicaba cartas literarias en Papeles de Son Armadans y sentía bastante espanto ante los versos de Neruda: "¡Este tío lo que quiere es sangre!". Era al que Hache más quería. Todo eso me lo contó aquella noche, la primera y la última, en que nos encontramos. De amanecida, Hache se declaró "el último poeta, a continuación de Parrilla", porque éste, aclaró, "todavía cobra de sus fieles". (Viudas norteamericanas, al parecer, se despojaban de sus fortunas para mantener en el candelero al prolífico profeta.) Por el contrario, toda la obra poética de Hache consistía en un poema-epitafio que me entregó manuscrito y que aquí. se publica por vez primera: "No me faltó el amor, mas nunca supe/ si procedía de lo aquí ya extinto (no excaves)/ o de quien supo leer en mis labios todas/ las haches mudas.
A la sombra protectora de esa figura nocherniega, llega ahora a mis manos el último libro del zaragozano Túa Blesa (Leopoldo María Panero, el último poeta, Valdemar, Madrid). En su interior, este hermoso haikú: "Te ofrezco en mi mano/ los sauces que no he visto".
Babelia
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