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Tribuna
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Venimos de La Habana

En estas mismas páginas escribió hace unos días Mario Vargas Llosa un artículo -Vamos a La Habana- que presentaba la presencia de un grupo de escritores españoles en La Habana como una alegre zarabanda destinada a perpetuar una dictadura totalitaria. Suelo ser admirador entusiasta y devoto de sus artículos pero discrepo de modo radical de éste. Como sé que Mario es un amante del debate, en especial cuando se trata de una cuestión intelectual y moral de envergadura, me voy a permitir exponer mis razones contrarias.Presenta Mario a los viajeros como una colección de totalitarios o, al menos, de admiradores de la romántica revolución de los barbudos de Sierra Maestra, acompañados por algún libidinoso. Es un diagnóstico errado, con la posible excepción de esto último, y en nada se demuestra de manera más meridianamente clara como en la respuesta a una pregunta retórica suya acerca del número de manifiestos de solidaridad salidos de las filas de los que estábamos allí. No sólo no ha habido ningún manifiesto sino que a nadie se le ha pasado por la cabeza redactarlo. Sucede que el estado de ánimo de los intelectuales españoles está lejanísimo a ése tipo de actitudes. La razón primordial que nos llevó allí fue la curiosidad y sólo en parte al haberse identificado, muy en el pasado, con el castrismo. Debo decir que nunca sentí la menor admiración por este antiguo alumno de los jesuitas temprano lector de José Antonio y pistolero vocacional que se llama Fidel Castro. Si hubiera pasado por eso la sola visión de la catástrofe en que consiste hoy Cuba me la hubiera hecho perder por completo. En eso último no creo haber sido una excepción.

Recuerdo que en una reunión de intelectuales promovida por Vargas Llosa en Perú el aplauso más entusiasta fue el dirigido contra el régimen de Fidel. Pienso ahora que un aplauso tiene el inconveniente de no ser una política y ahora es posible y deseable tenerla respecto a Cuba. Debiéramos recordar lo que aconteció con la España de Franco en 1945 y lo sucedido en el Este de Europa en 1989. En aquella fecha, como ahora en Cuba, el régimen sólo era un peligro para sus propios ciudadanos y el cierre absoluto con respecto al exterior resultaba una manera errada de ejecutar una política con un buen fin. Sabemos, después de 1989, que el totalitarismo decadente no es tan distinto de la dictadura de derechas en la misma fase. Los intelectuales españoles que hemos estado en Cuba no sólo hemos hablado con los verdugos. Hemos contemplado el espectáculo emocionante de cómo 50.000 personas se acercaban a unos libros que les abrían la vista a un mundo diferente de los folletos de oscuros dirigentes norcoreanos, oferta habitual en las librerías. Hemos saludado con emoción a Elizardo Sánchez, líder de los derechos humanos. Hemos disertado sobre la España que hizo posible la transición democrática viendo en los ojos de nuestros interlocutores a menudo un gesto torcido de discrepancia pero, en otras, complicidad o satisfacción. Recuerdo que Mario me dijo en una ocasión, en Londres, que él y García Márquez, cuando estaban en Barcelona durante los sesenta, pensaban que, a la muerte de Franco, habría en España una nueva guerra civil. Si se evitó fue porque una apertura hacia el exterior acabó teniendo un resultado no deseado por quienes la toleraron. Creo que eso -ese crecer de la hierba entre las rendijas de un patio enlosado- se puede producir en Cuba pero para ello es imprescindible regar, es decir, ir allí ahora y no antes, en los sesenta o setenta cuando Cuba era un peligro para la paz y la libertad. Sabemos que existirán muchas tentaciones: por ejemplo, la de condenar el proceso a una lentitud infinita o la de perder la paciencia al ver cómo rebotan las ideas propias en el frontón imperturbable del estalinismo.

Pero esa Cuba bella y risueña proporciona una gran causa al intelectual del fin de siglo. ¿Qué puede pensarse de un país cuyas guías turísticas rebosan de citas del Líder Máximo? "Triste tierra, como tierra tiranizada y de señorío", escribió en el XVI el sacerdote mestizo Miguel Velázquez. Quizá pudiera hacerse en ella una transición dulce a la que todos debiéramos ayudar en lo posible.

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