La culpa, a la transición
Por una vez parece que se renueva el consenso: a mucha gente le ha dado por cargar sobre la transición la culpa de lo que ha ocurrido en los últimos años. Unos lo creen así porque han tenido de siempre la transición como una traición; porque se hizo mal desde el principio, cediendo en cuestiones fundamentales, con una oposición que a última hora se entregó atada de pies y manos al régimen. El resultado está a la vista: por no haberse realizado la transición como era debido, es decir, bajo la dirección de los entonces marginados, el régimen actual es un estado de excepción permanente, una tiranía. La democracia es quizá nuestro futuro, pero no nuestro presente, mucho menos nuestro reciente pasado.Pero los adalides de esta segunda y definitiva transición a la democracia han recibido un inestimable refuerzo de quienes, desde dentro de las filas socialistas y después de decidir que nadie es políticamente responsable de los GAL, han achacado esta página negra de nuestra historia no por supuesto a una decisión tomada en la cúspide, tampoco a una estrategia diseñada en niveles intermedios, ni siquiera a una pasiva complicidad ante iniciativas de la base. No, nada de eso. La culpa es de la transición; de que se dejó en sus puestos a los responsables policiales; de que la transición, en definitiva, no llegó a las entretelas del Estado, allí donde anidan los entonces llamados poderes fácticos.
Como puede sentirse vívidamente ahora, en esas intensas imágenes de nuestro pasado recogidas en la excelente serie de Victoria Prego, nada estaba escrito hace 20 años, cuando se inició el proceso de la transición. Las cosas pudieron haber salido mal, rematadamente mal, pero por decisiones tomadas por personas concretas aquel proceso de cambio de régimen fue uno de esos rarísimos momentos de la historia política de España en el que casi todo salió bien. La permanencia de la policía y del ejército no impidió la disolución de las instituciones franquistas, ni la legalización del PCE, ni la celebración de elecciones generales, ni la masiva aprobación de una Constitución democrática, ni la llegada de los socialistas al poder. Lo que ocurrió en el plano de la política, desde 1976 en adelante, no estuvo determinado por la permanencia de los aparatos represivos franquistas. Sin duda, la continuidad de la Administración del Estado y de sus fuerzas de seguridad marcó límites respecto a lo que se podía hacer o, más exactamente, a lo que la izquierda pretendía hacer, a su programa máximo; determinó lo que no se hizo -un Gobierno provisional, un referéndum sobre la forma de Estado-, pero no lo que se hizo. Lo que se hizo hay que atribuirlo a decisiones tomadas por personas de carne y hueso en circunstancias fluidas, cambiantes debido precisamente a esas decisiones. Hay responsables de todo aquello, no fue una fatalidad ni estaba escrito en el cielo.
Como tiene también responsables concretos, con nombres y apellidos, que la herencia de la transición tomara a partir de 1982 el rumbo que ha conducido a lo que ahora tenemos.
La llegada de los socialistas al Gobierno, en condiciones sin precedentes en nuestra historia, llevados en volandas de un mandato universal, les abrió un terreno de juego mucho más amplio y más dúctil del que se encontraron el Rey y Suárez a mediados de 1976. Sin duda, tuvieron que administrar ese mandato dentro de los límites que impone la realidad: nadie, nunca, tiene por fortuna todo el poder. Pero nadie, excepto ellos, tiene la responsabilidad de las políticas concretas desarrolladas a partir de ese momento, de lo que se hizo y, sobre todo, de la forma de hacerlo. A lo que ahora nos enfrentamos no es a una herencia de la transición, menos aún a los últimos coletazos del franquismo. Es, por decirlo con una imagen, al resultado de la embriaguez producida en los jóvenes corazones socialistas por el saludo, firmes y con sonoro taconazo, que recibieron de la Guardia Civil el día que llegaron al poder.
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