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Tribuna
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Streep-Eastwood

En estos perfiles donde intento dar noticia de la zona cordial -en sentido literal: la que acoge las leyes del corazón en el punto y el instante en que se identifican con las leyes del oficio de hacer cine- que palpita por debajo de la maquinaria de triturar y digerir películas que es un festival, me he referido con algún detenimiento a dos maravillosas contribuciones a la parte no perecedera de este arte, cada vez más erosionado por la intromisión de la lógica de la ganancia, que siempre da la primacía a lo efímero. Son las de dos intérpretes de tan inmenso talento como Harvey Keitel y Pilar Bardem. Y de pasada hice referencia a otros dos de su linaje, Meryl Streep y Clint Eastwood. Merece también la pena detenerse un poco (siempre es poco, nunca es suficiente) en los dos últimos y su trabajo en la bellísima Los puentes de Madison.Estos cuatro cineastas hacen su tarea caminando sobre la estrechísima franja de plena libertad que proporciona ese aludido raro instante de identidad entre las leyes del corazón y las leyes del oficio, entre emoción o conmoción y técnica o sabiduría. En la jerga del cine se dice de este tipo de actuaciones que se hacen "a pelo", lo que equivale a decir que sin otra herramienta de trabajo que la que hay dentro de los límites de su piel. La cámara situada a la altura de la mirada, sin incurrir en una sola angulación forzada que acentúe, subraye o conforme desde fuera su elocuencia íntima, de modo que surja ésta únicamente de dentro de ellos y la lente acepte su supremacía y calle.

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El dúo de rostros que crean (tan "a pelo" que da la impresión de que sin maquillaje) Meryl Streep y Clint Eastwood en Los puentes de Madison es uno de los momentos más conmovedores del cine de los últimos tiempos; y mientras se ve se tiene la tentación de añadir que también de los primeros.

Representación del amor

El vigor de su representación del amor entre gente adulta tiene antecedentes, pero en realidad ellos lo inventan, porque una escena o un diálogo o una situación puede repetirse, pero un rostro (y de ahí proviene la supremacía de estos instantes sobre cualesquiera otros) es irrepetible; y contemplar cómo se conjugan los de Meryl Streep y Clint Eastwood delante de una cámara que quiere y logra pasar inadvertida, moverse sigilosamente, de puntillas, para no delatar su presencia ni distraer al espectador de lo que le importa, es un regalo a la emoción y a la inteligencia que se parece mucho (tal como está de sucio, el barro del cine) a un milagro.La película se estrenará pronto y para entonces queda aplazado desmenuzar un poco la larga e indescriptible escena del último encuentro, bajo la lluvia, entre los autores del prodigio. Detrás de la cámara, Eastwood es consciente de que delante de ella está creando un instante de cine adulto, de ésos que con suerte, se ven en una pantalla cada década, y lo dilata hasta límites casi insostenibles, llevando a sus últimas consecuencias la decisión que distingue al artista de genio: la decisión de ser humilde, de huir como de la peste de la retórica. visual en boga y alcanzar lo imposible: depositar en un ojo mecánico una mirada humana.

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