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ENSAYOS ATÓMICOS EN EL PACÍFICO SUR

Una protesta que rozó la tragedia

La gendarmería mantuvo incomunicados durante 24 horas a ocho parlamentarios y siete periodistas

Enric González

La aventura rozó la tragedia cuando Eva Goës, diputada sueca, quedó colgando de un cable a tres metros de la borda de la cañonera. La Tapageuse. Había sufrido una trombosis un mes antes, el médico le había, ordenado reposo absoluto, y ahí estaba ella, a sus 48 años, rebotando como un pelele contra la popa del buque y azotada por el oleaje. Un comando francés, Paul, se aferró a una soga y la tomó con un solo brazo para izarla. A partir de ese momento, ocho parlamentarios de distintos países y siete periodistas, más dos tripulantes del velero La Ribaude y dos militantes ecologistas, pudieron considerarse detenidos por la Marina francesa.

"Responded lo que os dé la gana"

El abordaje, a las 14.20 del sábado hora 1 de Papeete (2.20 de la madrugada del domingo en España) y a diez millas del atolón de Mururoa, puso fin a las cuatro horas de penosa navegación de 19 personas a bordo de un yate con capacidad para sólo cuatro.

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La fenomenal tormenta del Jueves devastó la flotilla para la paz. De 13 barcos, quedaron sólo cinco en buenas condiciones y a una distancia razonable de Mururoa. Pero los ocho parlamentarios ecologistas debían entrar dentro del límite de las 12 millas para ser arrestados y llevar a cabo su acto de protesta contra los ensayos nucleares franceses. Los dos australianos (Tom Wheelwright e Ian Cohen), los dos japoneses (Kou Tanaka y Novoro Usami), los dos italianos (Lino de Benetti y Sauro Turroni), la sueca Eva Goës y el luxemburgués Jup Weber se hacinaban en el velero Machias a la espera de una nave sacrificable (Francia se niega a devolver las embarcaciones que apresa) y, sobre todo, de una mejoría del tiempo.

Para los dos japoneses, Usami y Tanaka, la espera resultaba es pecialmente angustiosa. Otros representantes del pueblo se habían mareado de vez en cuando, pero lo de ambos nipones era célebre en buena parte del Pacífico. Su buen ánimo complicaba las cosas. Se obstinaban en aguantar el tipo y sonreir en lugar de desplomarse sobre el camastro con un cubo a mano, y su bilis acabó convirtiéndose en un elemento más del monótono paisaje. Mar, viento, sal, sudor y bilis de los japoneses. El senador australiano también tenía prisa. Y, en general, nadie quería depender de una marejada que, lejos de amainar, parecía empeorar cada día.

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Velero con fueraborda

La decisión se tomó durante la noche del viernes al sábado. David McTaggart, fundador de Greenpeace y cerebro de la maltrecha flotilla, pensó en reunir los elementos útiles de dos o tres barcos en uno solo, de forma que fuera capaz de navegar sin grandes peligros. Gerd Schuster, el enviado de la revista alemana Stern, fue el primero en enterarse del experimento. Dormía habitualmente en la bodega del Manutea y estaba ya acostumbrado al ruido del motor y del generador y a todo tipo de voces y tránsitos, pero su sistema nervioso llegó al límite cuando, a las dos de la madrugada, McTaggart y dos mecánicos se pusieron a afinar de oído un motor fueraborda apoyado contra su propia litera. La última idea era rocambolesca: colocar un fueraborda sobre un velero. Evidentemente, no podía funcionar. Y se optó por correr todos los riesgos.

Entre las ocho y las diez de la mañana del sábado, un par de lanchas neumáticas recogieron desde distintos barcos a los 19 participantes en la expedición y los embarcaron en el La Ribaude, con el motor averiado y con un descorazonador aspecto de juguete lacustre. Todo el mundo llegó empapado, pero daba igual, porque las olas no dejaron de caer sobre la cubierta durante las cuatro horas de la navegación. Y todo el mundo estaba en cubierta. "Es, muy peligroso que la gente se meta dentro", advirtió el patrón, Twilly Cannon, un estadounidense de 38 años tocado con un gorro rojo y con una sonrisa que intranquilizaba. Todos pues en cubierta, como en La balsa de la Medusa, apretujados y repartiendo el peso: una pierna aquí, un brazo allá, y las honorables testas de lbs parlamentarios emergiendo sobre el montón.

La Ribaude fue seguida por otros cinco barcos de la flotilla durante casi tres horas No había peligro para ellos, porque el bar quito no conseguía entrar en la zona de exclusión. Tenía el viento, como todo lo demás, en con tra, e intentaba acercarse a Mururoa trazando una larguísima diagonal. Por fin, a las 13.55 del sábado (madrugada del domingo en España), rebasó la línea fatídica. Sonaron en la radio, por tres veces, los mensajes de advertencia de la cañonera La Tapageuse. Por toda respuesta, el políglota diputado luxemburgués Jup Weber leyó al radiofonista militar el comunicado en el que el grupo de honorables, denunciaba la "arrogancia y la actitud colonialista de Francia" al efectuar sus ensayos en Polinesia. A las 14.20, ya bien adentro de las 12 millas, Cannon y su tripulante", James Roof, conocido como JR, arriaron las velas y dejaron el bote a la deriva. Si Ia Marina francesa lo interpretó como una rendición, o una petición de auxilio. probablemente acertó.

A las 14.22 se arrió la lancha neumática desde La Tapageuse, y a las 14.25 saltó a bordo un grupo de seis comandos especiales, vestido de negro y con el rostro descubierto. El abordaje fue drástico pero sin violencia. De hecho, él primer problema de los soldados fue cómo poner pie en el velero sin pisar a un diputado. o, cosa menos grave, a un periodista. "Todo el mundo a proa", ordenó Alain, el jefe, un bretón de 26 años. Pero en proa ya no se cabía y el bote hociqueaba peligrosamente. "Todos adentro", corrigió. Pues todos adentro, pese a la gravedad de las advertencias de Twilly Cannon. Fuera, el comando intentaba infructuosamente izar las velas y mover el cascarón, mientras la sueca Goës, con la cabeza asomada por la escotilla, le sermoneaba incesantemente en inglés sobre la maldad intrínseca de la energía nuclear. La situación se hizo insostenible para unos y otros. Al las 15.05, Alain decidió la evacuación.

Una pareja de enamorados

De cuatro en cuatro, la lancha francesa transportó, a los semináugrafos hacia la cañonera entre un, fortísimo oleaje. En el segundo viaje ocurrió el ya relatado accidente de Eva Goës. En apenas 20 minutos, diputados, periodistas y ecologistas -una pintoresca pareja de enamorados austriacos- tiritaban en la cubierta de La Tapageuse. Empapados, pero sanos y salvos. A Goës, medicada con anticoagulantes, le asomaron rápidamente unos preocupantes hematomas. Fue inmediatamente atendida por el médico de a bordo. A la diputada se le proporcionó ropa seca. A los demás sólo un vaso de café y unas galletas.

Eran las seis de la tarde, ya plena noche, cuando desembarcó la expedición. Eva Goës fue recogida por una ambulancia. Los dos grupos fueron separados y transportados a distintos lugares. En Mururoa, el trato fue parecido al recibido en la cañonera: corrección, muy pocas palabras y un mal humor contenido. Los parlamentarios fueron conducidos a la gendarmería, donde se les retiró el pasaporte y se les tomó declaración. El trámite fue rápido. En cuestión de dos horas estaban todos en el hospital, donde se les proporcionó una cena fría, ropa seca y cama con sábanas limpias.

Mientras tanto, los periodistas y los embelesados ecologistas austriacos esperaban en un barracón con una mesa y 14 sillas. Se les sirvió una colación de espaguetis fríos y se les permitió ir al baño, de uno en uno y bajo vigilancia. Pasaban las ocho. cuando llegó un gendarme. El primer llamado a declarar fue Twilly. Después, uno a uno, todos fueron transportados hasta la sede de la gendarmería. Estaban mojados, descalzos y exhaustos, se les negó el derecho a llamar por teléfono y a un abogado, y se les requisó todo el material, (cámaras y ordenadores). En pírrica represalia cada uno exigió ser interrogado en su idioma.

El traductor inglés, el teniente de la Legión Jean-Marc Wall, mantuvo un breve y esclarecedor aparte con tres periodistas. "El gendarme os hará un montón de preguntas. Responded lo que os dé la gana. Él quiere acostarse, yo quiero acostarme y todos sabemos que el fiscal no presentará cargos". La recomendación de Wall le cumplió al pie de la letra. Unos se inventaron barcos, otros dijeron que la flotilla contaba con 40 naves por lo menos, alguno dijo ignorar lo que era Greenpeace y hasta hubo quien afirmó estar allí por equivocación. A las 00.45 declaró el último. El grupo fue conducido entonces a un barracón abierto a los cuatro helados vientos y sin otro mobiliario que una mesa, dos taburetes y unos catres. Quien no logró catre, obtuvo una col choneta. Bajo vigilancia y sin poder salir al exterior, las nueve personas pasaron la noche como buenamente pudieron.

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