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Grandes enemigos

Antonio Muñoz Molina

El odio es una pasión paradójica, porque agrava el suplicio de quien la padece exagerando la estatura de su destinatario. Si quien ama busca en la persona amada motivos que confirmen su amor, quien odia los busca para alimentar su odio, y acaba dedicando al enemigo una atención obsesiva, más enconada si resulta que su pasión no es correspondida. Los adolescentes antiguos nos enamorábamos sin que las chicas se enteraran de nuestra devoción hacia ellas, e interpretábamos sus gestos de perfecta indiferencia como señales de perfidia o desdén. Pero lo que ocurría era, como en el poema sarcástico de Quevedo, que por no acordarse de nosotros ni de olvidamos se acordaban, y aquella frialdad de la que no eran conscientes nos las volvía más despiadadas y arrebatadoras, y sabiendo apenas borrosamente que existiéramos eran las tiranas absolutas de nuestros corazones.El odio es una pasión tan empecinada y solitaria como el amor adolescente. Me refiero al odio de los enemigos vocacionales, y en cierto modo desinteresados, no al de los adversarios políticos ni al de las personas que han sido perjudicadas objetivamente por las fechorías de alguien. Si es un enigma el amor no solicitado, no lo es menos la animadversión rabiosa de quien sólo nos ha visto una vez, o nunca, y sin embargo dedica una parte de su vida a nosotros. Ocupamos un lugar en la conciencia de alguien sobre quien no sabemos nada y corremos el peligro, como las mujeres de Salem acusadas de brujería, de que nos consideren responsables de lo que hacemos o decimos en los sueños de otros. Hace años conocí a un novelista andaluz que vivía convencido de que entre Gabriel García Márquez y él existía una enemistad implacable, un duelo sin piedad que se prolongaba secreta y públicamente a la vez, a lo largo de los libros y de los continentes.

-Y con el Gabo, ¿qué tal? -le preguntaba algún cobista, porque hay cobistas del odio como los hay del amor o del éxito.

-Nada. Hace como que no me ve, como que no se entera, el muy cínico. '

No es el amor ni la amistad lo que nos da la medida de nuestra relevancia, sino el odio. Quien nos quiere nos quiere sin reparar en lo que tenemos o representamos, y nos habría querido y nos seguiría queriendo si no tuviéramos nada o lo perdiéramos todo. La mirada de la amistad y la del amor nos ven en nuestra naturaleza más verdadera y despojada, y están menos hechas de entusiasmo que de reconocimiento y paciencia. A lo largo del tiempo no hay ternura incondicional que no sea fortalecida por una cierta dosis de afectuoso escepticismo.

Es el odio el que magnifica de verdad. Nuestros amigos saben lo poco que todos somos en el fondo. Son nuestros enemigos los que nos agrandan, los que nos otorgan dimensiones de crueldad, de vileza, de cálculo, los que nos atribuyen una persecución sin descanso, de propósitos torcidos, que de algún modo les afectan a ellos. No se llega a nada en la vida hasta que no se tiene un gran enemigo: no un enemigo cualquiera, desde luego, que nos incluya distraídamente en la promiscuidad de su odio, sino un enemigo personal, monográfico, por así decirlo, un enemigo que nos dedique su vida como le dedicaba Don Quijote sus hazañas a la pánfila Aldonza Lorenzo, que por no saber no sabía ni que se llamaba Dulcinea.

En La noche que llegué al Café Gijón, Francisco Umbral habla de un individuo sombrío y callado que, había siempre en el café y del que no se sabía otra cosa sino que era enemigo de Buero Vallejo. Aquel hombre sufría encarnizadamente los triunfos de Buero y mostraba una alegría sórdida si a Buero le fracasaba un estreno, y en la mesa del café hojeaba el periódico cada día con un temblor angustioso, por miedo a encontrar en él alguna noticia favorable al destinatario de su odio. No se sabe si Buero estaba al tanto de la pasión que había despertado en aquel hombre, pero yo creo que a su enemigo no le importaba, porque en su platonismo del rencor tenía colmado de antemano los mayores extremos de felicidad y sufrimiento.

No tener un enemigo es como no tener sombra, como no haber cuajado en plena identidad personal. Cualquiera de nosotros ha sido alguna vez un dios para alguien y no ha llegado a saberlo. También ha sido o es un villano, un conspirador, una máscara de perversidades ocultas. Quien nos ama y nos conoce sabe que el ámbito de nuestros actos posibles es muy limitado: es nuestro enemigo quien nos imagina capaces de cualquier cosa, y está dispuesto a creer y a difundir que uno es simultáneamente un libertino y un puritano, un borracho desagradable y un antipático abstemio, un criptocomunista y un anticomunista, un escritor hermético y un escritor comercial, un meapilas y un blasfemo. Yo tengo un enemigo, profesor de literatura en la Universidad de Granada, que lleva su animadversión hacia mis libros hasta el extremo de dar conferencias contra ellos varias semanas antes de que se publiquen, lo cual es sin duda una prueba de que el odio favorece las facultades críticas e incluso las virtudes adivinatorias. Tengo otro (también en Granada, por cierto) que recorta y guarda las entrevistas que me hacen en las publicaciones más recónditas, y luego se toma el trabajo de escribir cartas al director desmintiendo mis palabras y desenmascarando las lacras más oscuras de mi pasado.

Uno de los descubrimientos amargos de la adolescencia es que la fuerza de un amor no garantiza que vaya a ser correspondido. Puede que uno sepa que se está acercando a la edad madura porque aprende a aceptar sin drama el odio con que algunas personas a las que no conoce de nada lo distinguen. Javier Pradera me dijo una vez que nuestros enemigos siempre nos decepcionan, porque creemos que conocen nuestras debilidades tanto como nosotros y luego nos sorprende que no nos agredan por donde de verdad somos más vulnerables. Pero el disfrute que obtiene un enemigo con nuestra desgracia nunca es tan intenso como el suplicio que le provoca el espectáculo, tan exagerado por el odio de nuestra felicidad o del éxito de nuestras maquinaciones. Ser digno de quien nos ama es difícil, pero no tanto como estar a la altura de las alucinaciones de nuestros mejores enemigos.

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