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Tribuna
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La obscenidad del 'voyeur'

Emilio Lamo de Espinosa

Sospecho que los espías están para espiar y, desde luego, no a maestros de escuela o a estudiantes de secundaria. Espían a embajadores, políticos, empresarios o periodistas, espían a quien puede tener información peligrosa para el Estado, espían para conseguir masas de datos dispersos que más tarde analizan, coordinan y depuran, y esto se hace aquí, en Alemania, en Francia, en Estados Unidos y en el Reino Unido. Si no queremos espías que espíen, habrá que decirlo claramente: que se desmonte el Cesid y los servicios de seguridad. Si pensamos que un Estado necesita servicios de seguridad -yo así lo creo-, es hipócrita desmelenarse porque hacen su deber. Y su deber es evitar que peligre la seguridad del Estado, evitar que un ministro, presidente o miembro de la Casa Real se equivoque y pueda ser objeto de chantaje o amenaza. Protegen al Estado contra sus ocupantes y a veces incluso a los ocupantes contra sí mismos.Lo que no suele ocurrir en otros países es que los espías vendan esa información al mejor postor para que éste la utilice en una maniobra de chantaje político, en una "batalla dentro de una guerra" (Perote dixit). Tampoco nos engañemos: ese tipo de información se vendió en Inglaterra y en Estados Unidos llevó a Nixon al impeachment (¿o es que el famoso Garganta Profunda era un aficionado?), Pero, ciertamente, no ha ocurrido con las dimensiones del suceso que nos aturde y confunde.

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Lo grave políticamente no es el espionaje en sí mismo (aunque lo sea, siempre y en todas partes), sí bien todos podemos comprender que los espiados se irriten al sentirse reflejados en una mirada que los objetualiza y los expone de modo inevitablemente indecoroso, pues nadie se comporta igual en público que en privado y el más santo necesita su privacidad. Lo que un Estado no puede permitir es que se comercie con esa privacidad, y es tan peligroso, tan desestabilizador, ese comercio que justifica la reacción airada del público: si no se puede controlar esa información, que no exista. Pero la realidad es testaruda, pues esa información existe para cualquiera que quiera comprar un escáner (ETA, por ejemplo, o una embajada), de modo que, si cualquiera puede tenerla, mejor que la tenga antes el Estado.

Ahora bien, si hablamos de comercio de información privilegiada, de insider trading político (y en eso estamos), no podemos dejar de recordar que fue el vicepresidente de un Gobierno socialista quien exhibió en pleno Parlamento unas carpetas que supuestamente contenían dossieres con información privilegiada en una escena que jamás olvidaré, que a muchos heló la sangre en las venas y que fue la primera manifestación de esta práctica perversa. De modo, que quien siembra vientos cosecha tempestades y no debe sorprender que quien amenazó con dossieres sea objeto de dossieres.

Además, al ver la lista de espiados y vigilados, no se puede dejar de albergar la sospechado un uso partidista y, por tanto, un comercio ilegal, de información privilegiada, infórmación que debe estar única y exclusivamente al ser vicio de los más altos intereses generales.

Pero, por mucho que repugne la exhibición pública de esos retazos de vida personal (y nadie medio honesto deja de asquearse ante ese obsceno- voyeurismo, como repugna la exhibición pública de secretos de confesionario), a eso se dedican los espías, y lo perverso políticamente es el comer cio con esa información que hoy, aquí y ahora ni es casual ni azaroso y responde a una conocida estrategia que necesitamos imperiosamente anular. Pues, más allá de las responsabilidades a exigir al Gobierno (y por Dios que son ya demasiado fuertes), lo que está en juego además es la posibilidad de que instituciones básicas y centrales de la democracia española sean objeto de chantaje. Y esto también está ocurriendo, de modo que quizá debiéramos dirigir al menos parte de nuestra irritación contra el uso externo, y no sólo el interno, de esa información.

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