La fascinación del mal
La presentadora de una importante cadena de TV nos dio así la información: el pollo es el culpable de que la inflación no haya subido como estaba previsto. Para, a continuación, tras calificar la noticia de "al fin una sola buena", volver a la lista habitual y siempre creciente de horrores y escándalos. No creo que fuera una mala profesional. Simplemente reflejaba, con la inocencia de un espejo, la tónica que impregna la información y que lógicamente determina la opinión. Un acto fallido es, en ocasiones como ésta, el más elocuente de los discursos.El mercado tiene sus reglas y, en virtud de ellas, los datos del IPC de mayo han caído bien en la Bolsa y han reanimado un poco más la peseta. Pero el rastro, que también es una forma de mercado en el que los españoles nos hallamos inmersos a la hora de pensar y de opinar, tiene sus normas propias, de acuerdo con las cuales el valor más cotizado es la fascinación del mal. Una periodista de talento, Margarita Riviere, ha dedicado todo un libro a exponer cómo, en torno a esa fascinación, gira nuestra actualidad pública y los análisis que de ella se hacen. Del clásico aserto según el cual sólo es noticia la mala noticia, se ha pasado a asumir que solamente la denuncia, o al menos la premonición del desastre, cumple los cánones de veracidad. Tal vez porque los españoles seguimos presos de la herencia de Donoso Cortés.
Es claro que la realidad nacional es generosa con quienes tienen vocación de poceros. La prepotencia de muchos años en que el ejercicio del poder se ha confundido con su impune ocupación sistemática, ha hecho proliferar los abusos y la redomada incompetencia, que es algo peor cuando de la gestión de los servicios públicos se trata, permitió la difusión de malos usos. La gravedad del mal se mide en su contagio y basta atender al escándalo que han causado actitudes ejemplares como las de Ruiz Gallardón o ideas sensatas como las de Martín Villa, en cuanto retrata del uso y abuso en el ejercicio del poder.
Pero la fascinación por el mal no se limita a sacar a luz lo que debe ser aireado para poder ser sanado. Sino que se hace de tal manera que, sin curar nada, genera nuevas epidemias. La acumulación, de escándalos ha sido tal en los últimos dos años que a estas alturas no sabemos el fin de ninguno de ellos. Y no me refiero ni siquiera al último, porque siempre será el antepenúltimo. El desconcierto es la inmediata consecuencia. Para hacerlo se han violado todas las normas, incluidas las penales. Por ejemplo, las que protegen la intimidad, no sólo frente a quienes interceptar comunicaciones, sino frente a quienes publican el fruto de dicha interferencia. La quiebra de la seguridad jurídica que se dice defender es el resultado. Y todo eso se hace apuntando al Estado mismo, y a sus más altas instituciones. Es malo que el Estado abuse. Pero es un remedio suicida corregir los abusos acabando con el Estado. La democracia es conflicto. Pero no el conflicto que termina con la propia democracia. Y estamos bordeando el abismo. Los conjuradores del mal terminan invocando al mal.
Ciertamente no hay, en la España de fines del siglo XX, un sistema político viable alternativo al vigente. Pero hay muchos inviables. Caminos que no van a ninguna parte y que sería insensato, pero no imposible, recorrer. Como los argentinos en los años setenta, y los eslovenos en los noventa, en países desarrollados y más que civilizados. Quien crea que en España, por nuestro nivel de renta y nuestra incorporación a la Unión Europea, tiene garantizada la estabilidad constitucional, la vida democrática e incluso la existencia histórica, se equivoca. Todos esos valores son plantas muy frágiles que hay que cuidar con mimo. Como hicimos unos y otros en la transición. Algo que no hay que repetir, sino conservar.
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