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Tribuna
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Deshonor y guerra

Todos somos vecinos de Sarajevo, y esta vez no se trata de una metáfora de la solidaridad. Al capturar, encadenar y amenazar de muerte a los observadores y cascos azules que habíamos enviado a intentar poner algo de paz en Bosnia, las milicias serbias nos han convertido en sus rehenes. Ante semejante situación, Churchill diría que tenemos dos alternativas: el deshonor y la guerra. Y añadiría que si escogemos el deshonor, tendremos, en cualquier caso, la guerra. Quizá no la III Guerra Mundial, pero sí una ampliación en el tiempo y en el espacio del conflicto balcánico y, además, el estallido de tragedias semejantes en otros lugares de Europa. Los movimientos ultranacionalistas van a animarse mucho si Karadzic, MIadic y los suyos salen impunes de este desafío a la comunidad internacional.Lo ha dicho, entre otros muchos, Jean-Marie Colombani, el director de Le Monde: "Europa está en peligro si se confiesa incapaz de terminar con el regreso de la guerra al continente. Imponer la paz supone designar al adversario. No se sacará a los cascos azules de la trampa yugoslava más que dotándose de los medios necesarios para apuntar a los serbios de Bosnia". La idea clave de este razonamiento es la de imponer la paz. Hay que dejarse de zarandajas: nuestros cascos azules no están manteniendo la paz en Bosnia; allí no hay paz de ningún tipo, ni tan siquiera para ellos.

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La decencia debería llevarnos a no meter en el mismo saco a los agresores serbios y a los agredidos bosnios. La compasión, a no consentir barbaridades como el bombardeo de los cafés de Tuzla. La inteligencia, a no pretender que los cascos azules realicen una misión suicida. La dignidad, a no consentir que se les humille. El interés, a no permitir un rebrote tan brutal del nacionalismo bélico en Europa. Y sin embargo, buscamos desesperadamente puertas de salida. ¿Por qué?

De todas las explicaciones a la confusa política occidental en Bosnia, una de las más verdaderas es la incapacidad de nuestras democracias a aceptar la pérdida de vidas propias. Con eso contaba Sadam Hussein y con eso cuentan los serbios. Es un problema que hay que afrontar. Nadie desea la muerte de un sólo policía en nuestras ciudades, pero a nadie se le ocurre justificar que una banda de criminales se salga con la suya bajo el pretexto de que no hay que poner en peligro la vida de los policías. Les pedimos que actúen con precaución, pero les pedimos que actúen. Debemos adoptar la misma filosofía con nuestros soldados profesionales a la hora de defender la libertad y la seguridad del continente.

¿Belicismo? Para nada: antifascismo. Fascismo es la palabra que define con precisión la práctica sistemática del crimen en nombre de un ideal de pureza étnica; es decir, lo que hacen las milicias serbias de Bosnia. Por eso resulta particularmente grotesca la actitud de cierta izquierda española al reclamar neutralidad y pacifismo ante unos Karadzic y MIadic empecinados en enterrar cualquier proyecto de una Bosnia democrática y multicultural. ¿Recuerda esa izquierda que la II República cayó porque los gobiernos de Londres y París optaron por la "no intervención"? ¿Recuerda que las brigadas internacionales vinieron a luchar a España porque creían que nada hay más suicida frente al fascismo que la neutralidad y el pacifismo? ¿Recuerda que París y Londres firmaron en 1938 con Hitler y Mussolini los acuerdos de Munich? ¿Recuerda que fue entonces cuando Churchill dijo su frase sobre el deshonor y la guerra?

Diríase que la cultura política de esa izquierda española está basada esencialmente en la lectura del Sermón de la Montaña en una parroquia obrera de finales de los años sesenta. Pues bien, mientras esos camaradas tocan la guitarra, preparan la tortilla y critican al gobierno por una acción que otorga un digno sentido al dinero que gastamos los contribuyentes en defensa, los lobos afilan sus colmillos en varias cuevas de Europa. Olfatean la sangre vertida por sus congéneres de Serbia.

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