Los pasos de la sangre
Al final de la película. Sevillanas de Carlos Saura, el más sabio sabor de boca lo dejaba la breve aparición de Lola Flores, de negro y blanco, con cola corta, mantoncillo, moño bajo y peines a juego, yéndose de cámara con un quiebro de espaldas que cortaba el aliento. Algo menos de dos minutos le habían bastado para llevarse de calle todo el filme y dejar una estela de grandeza, algo que se tiene o no se tiene y que, cuando se expresa, está ajeno a la dificultad del paso de baile mismo: el tronío (para lo que tampoco hay una definición académica). El tronío, en las grandes, es más que nada una ilusión de dominio sobre los mortales.No era Lola Flores bailando una gran técnica, ni fue propiamente dicho una cantaora-bailaora heredera del género ínfimo; pero cuando se arrancaba, conseguía convencer a base de autenticidad, algo que puede traducirse en brío visceral, un factor ligado a lo más racial de la danza española flamenca capaz de definir un estilo. El estilo de baile de Lola gozaba de una cierta frescura aun en los tópicos, que remontaba con gracia. En los muchísimos metros de película que dejó, sobre todo por América, hay trozos deliciosos de su voluntariosa manera de expresarse con el cuerpo, para algunos franco desparpajo, para otros soltura innata.
En muchos de los filmes que protagonizó La Faraona usó el baile como un precioso condimento que sabía dosificar. Es inolvidable aquella especie de zarabanda descalza, rizos negros sueltos, fácil corpiño de lino y sus manos dibujando círculos abiertos muy entonaos -con ese mismo espíritu la retrató memorablemente Gyenes-. En cuanto a su perfil estilístico, procedía de una suerte añeja capaz de compendiar la voz con el paso, esquema que alentó sus más legendarias figuras en los cafés cantantes desde el siglo pasado, con un rosario de nombres célebres de mujeres de buen paso de las que han aprendido todo todas. Lola las comparte, sobre cualquier consideración purista, en el quiebro que da la sangre.
Babelia
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