Conmemoraciones y olvidos
En todas partes se está conmemorando estos días el final de la Segunda Guerra Mundial: en ninguna parte parece que esa conmemoración tenga que ver con el presente, que la luz siniestra de aquellos años alumbre en alguna medida lo que ocurre ahora mismo. Ya no causa alarma ni escándalo que un nazi como Jean Marie Le Pen haya conseguido, en las elecciones francesas del domingo pasado, más del 15% de los votos. Hace un año, François Mitterrand presidió con su habitual faraonismo de embalsamado prematuro las solemnidades del cincuentenario del desembarco aliado en Normandía: pocos meses después se publica en Francia un libro preciso y demoledor, en el que se revela la juventud racista de Mitterrand y se estudia su progreso político y administrativo -llegó a ser condecorado por el mariscal Pétain- en el régimen canallesco de Vichy, una de cuyas principales tareas fue detener judíos franceses y organizar su traslado a los campos de exterminio en Alemania.Todo se puebla de conmemoraciones y, sin embargo, nadie parece recordar. Los dirigentes europeos lamentan con tristeza el destino de las gentes comunes aplastadas por el nazismo y el estalinismo hace 50 anos, pero no por eso hacen nada por aliviar el cautiverio de Sarajevo. Los muertos de ahora. parecen menos relevantes que los de hace 50 años. Cualquiera se escandaliza de las profanaciones que sufrieron las sinagogas y los cementerios judíos en los años treinta; pero en el País Vasco no levanta ahora el menor escándalo que la tumba de un hombre al que los terroristas de ETA asesinaron hace unos meses, Gregorio Ordóñez, aparezca infamada por pintadas inmundas de elogio a sus asesinos.
Se publican testimonios de supervivientes, pero es como si nadie quisiera leerlos, como si al escuchar lo que esas personas tienen que seguir diciendo al cabo de medio siglo la actitud habitual fuera una sonrisa incómoda y un poco ausente, un rápido asentir -con movimientos de cabeza mientras se mira hacia otro lado. Jorge Semprún ha explicado la razón más terminante del recuerdo: dentro de 25 años, cuando se celebre el 75 aniversario de la liberación de los campos, ya no quedará ningún testigo, y se correrá entonces el peligro de que la memoria del horror se apacigüe y la mentira tenga más ocasión de prevalecer.
La mentira o el simple olvido, que borra a los que sufrieron y dignifica retrospectivamente a los ejecutores. Lo que más miedo da de los testimonios de aquella época, no es tanto la extensión apocalíptica del crimen como la naturalidad con que se aceptaba y se practicaba. El mes pasado, en París, recorriendo al azar los estantes de una librería, encontré un libro de un autor cuyo nombre no conocía, pero que por algún motivo me atrajo en cuanto lo vi y se apoderó de mí como un imán desde que abrí sus páginas, traducidas del alemán al francés. Se titula Par delá le crime et le châtiment, y su autor es un judío austriaco que utilizaba el seudónimo de Jean Améry y que se
suicidó en 1978, 33 años después de haber sobrevivido al campo de Auschwitz. La intensidad, la claridad y el horror de ese libro llevan al límite las posibilidades de la escritura. Como lector yo sólo conozco una experiencia semejante: la de las páginas de otro escritor judío que también salió vivo de Auschwitz. Hablo de Primo Levi, que se quitó la vida ya en los años ochenta, y de su libro Si esto es un hombre.
En 1943, Améry, que luchaba en la resistencia belga, fue detenido y torturado por la Gestapo. Lo que más miedo da de su relato no es la explicación del dolor físico, sino el modo en que habla de las caras de sus torturadores. No eran caras de miembros de la Gestapo, dice Améry, no tenían mandíbulas protuberantes, ni narices partidas, ni huellas de viruela: eran caras de personas normales, de funcionarios que llevaban a cabo su trabajo sin sana, aunque con profesionalidad, de burócratas menores de la tortura. Durante el resto de su vida, hasta que ya no pudo más y se la quitó, Jean Améry miró ya todas las caras de apariencia normal pensando que cualquiera de ellas podía haber sido la cara de un miembro de la Gestapo, o llegar a serlo en las circunstancias propicias.
Tiene razón Jorge Semprún cuando dice que ellos, los que estuvieron en los campos, pueden hablarnos del mal absoluto con conocimiento de causa. A mí me asombra todos los días el modo en que el mal es aceptado, justificado, trivializado, la soltura que algunas personas públicas tienen para traficar con él. En la política y en la vida vasca el asesinato se acepta con la normalidad de un hecho habitual. En televisión, el otro día, el ex humorista José Luis Coll declaró su simpatía hacia los GAL. El mal está bien visible en esa foto de la tumba profanada de Gregorio Ordóñez: ¿cómo es una persona que hace eso, que compra un spray, que va al cementerio, que escribe unas palabras de celebración póstuma del crimen sobre la tumba misma del asesinado? Seguramente el individuo que hizo las pintadas, y el que mató a Ordóñez, tienen caras tan normales como las de los funcionarios alemanes que torturaban a Jean Améry: tan normales, al menos, como las de esos dirigentes políticos que estos días compiten en decir canalladas o en hacer bromas sobre el intento de asesinato de José María Aznar.
No hay que leer a Jean Améry, a Jorge Semprún y a Primo Levi para conmemorar Auschwitz o Buchenwald, sino para rebelarse ahora mismo contra la aceptación del mal y el comercio del asesinato. A ningún adversario político de José María Aznar parece importarle que ese hombre ha estado verdaderamente a punto de morir y que no ha sido él, sino quienes quisieron matarlo, quien ha agregado el elemento de la muerte a la campaña electoral. Jean Améry renunció para siempre a su nacionalidad austriaca y a su nombre alemán cuando sus compatriotas se entregaron a Hitler. Escuchando estos días lo que individuos como Xabier Arzallus o Rodríguez Ibarra dicen sobre el atentado contra Aznar, a mí me dan ganas de no ser compatriota de ninguno de ellos.
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