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¡Tal vez vuelvan los pájaros!

Joaquín Estefanía

Los grandes episodios, las epopeyas personales, logran desatar la pluma de los creadores que fueron sus protagonistas, o tal vez lo contrario, los sumen en el silencio ante la incapacidad moral de relatarlas. La estancia en el campo de concentración de Auschwitz liberó la escritura tersa de Primo Levi y, por el contrario, el cautiverio durante dieciséis meses en Buchenwald atenazó durante mucho tiempo la soberbia creación literaria de Jorge Semprún."Me sentía más cerca de los muertos que de los vivos, me sentía culpable de ser un hombre, porque los hombres habían construido Auschwitz y Auschwitz había engullido a millones de seres humanos", dice Primo Levi en La tregua. El mismo día de la muerte del escritor italiano (el 11 de abril de 1987) -se suicidó tirándose por el hueco de la escalera de su casa-, coincidente con un aniversario de la liberación de Buchenwald, Semprún sufre una alucinación de su memoria, rompe aguas y comienza a concebir La escritura o la vida (La escritura o la muerte, en su primera redacción), el libro que ahora se edita en España sobre su experiencia concentracionaria.

"Así como la escritura liberaba a Primo Levi del pasado, apaciguaba su memoria, a mí me hundía otra vez en la muerte, me sumergía en ella", escribe Semprún en un texto que representa el cénit de su escritura. "En 1947 había abandonado el proyecto de escribir. Me había convertido en otro, para seguir con vida. Me encontré en la tesitura de tener que escoger entre la escritura y la vida. Cual cáncer luminoso, el relato que me arrancaba de la memoria, trozo a trozo, frase a a frase, me devoraba la vida. Tenía que escoger entre la escritura y la vida y había escogido ésta. Había escogido una prolongada cura de afasia, de amnesia deliberada, para sobrevivir".

No hay adjetivos para describir La escritura o la vida. Todos se quedan cortos o tópicos, por la propia belleza del discurso de Semprún y, sobre todo, por el imaginario que representa. Se lee con la respiración contenida, con el sufrimiento por la barbarie repetida: "En 1945, tan solo al cabo de unos pocos meses de la liquidación del campo nazi, Buchenwald había sido reabierto por las autoridades de ocupación soviéticas. Bajo el control de la KGB, Buchenwald se había convertido de nuevo en un campo de concentración". ¿Cómo fue posible? ¿Cómo fue posible?

Dentro de pocos años no quedarán supervivientes de los campos de concentración. Entonces será más difícil transmitir la realidad de lo que allí paso. Para ese futuro y para este presente, fatigado de la memoria histórica que alienta, el totalitarismo, hay dos sensaciones gráficas del libro de Semprún que sobresalen por encima de las demás: la mirada de los prisioneros ("No había más que ojos muertos, abiertos de para en par al horror del mundo...") y el olor de los hornos crematorios.

El primer indicio qué descubrimos, describe, es el extraño olor que nos llegaba a menudo al caer la tarde, a través de las ventanas abiertas, y que nos obsesionaba toda la noche cuando el viento seguía soplando en la misma dirección: era el olor de los hornos crematorios, el extraño olor dulzón, insinuante, con tufos acres, propiamente nauseabundos, el olor insólito, que era el del horno crematorio. "¿Qué es lo que ha hecho que los pájaros huyeran del Ettersberg?, pregunta: el olor del crematorio, le digo. El olor a carne quemada".

"El crematorio se cerró ayer. Nunca más habrá humo en el paisaje ¡Tal vez vuelvan los pájaros!", dice Semprún en el momento de la liberación de Buchenwald. Entonces tiene la sensación de haber regresado de la muerte como quien regresa de un viaje, una muerte como agotamiento de cualquier deseo, incluido el de morir. Semprún ha vuelto de la muerte con su mejor y más estremecedora creación.

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