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La moda de EE UU se mira en Grace Kelly

La ropa del cine de los cincuenta domina en los desfiles de Nueva York

El cine hace moda. La moda hace cine. No habría hecho falta adentrarse en el Internet y llamar a la clave www.internet.MCI-.com para presenciar en la pantalla los desfiles que se han celebrado la semana pasada en el Bryant Park de Nueva York. Habría bastado con seguir en el canal de American Movie Clasics las películas de los años cincuenta y primeros sesenta para tener noticia de por dónde van las solapas y los escotes.

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Las modelos van vestidas de Grace Kelly o de Audrey Hepburn, tienen los cuellos largos, se ponen guantes y cuelgan bolsos pequeños o en forma de trapecio. No están esmirriadas como en la época de Kate Moss y no quieren oír hablar de desaliños. La ropa se ciñe correctamente al cuerpo unas veces en tweed, otras en materiales de látex o vinilo cuando se trata de salir de noche. El plástico, que ha sufrido de mala fama, recupera, en clave melancólica, sus buenos tiempos.Los revivales no son nuevos. Son el grado cero de la novedad. Pero el grado cero, el movimiento cero, es moda. La corriente es el estancamiento. En Estados Unidos, donde la política está animada por el contrato con América, los diseños de ropa se asocian al presente institucional, incluso en los planteamientos de los estilistas. Hace más de dos años, en la misma semana en que Clinton ganó las elecciones, se confirmaba la primacía del grunge liberal. Ahora que Gingrich ha impuesto un puñado de reformas de socialidad dura reaparece el look estricto.

El cosido muy cuidado, el largo de la falda hasta la rodilla, el traje sastre, las transparencias sobre una lencería color carne y no sobre la carne exenta: el optimismo de los buenos tiempos, unido a un porte de autodisciplina y confianza en uno mismo, fácil de poner y más difícil de quitar.

Los desfiles de Nueva York, a diferencia de los europeos, no se caracterizan por las osadías ni los ensayos espectaculares. Van más a lograr el objetivo de la venta inmediata. En París o en Milán la pasarela todavía planea algunos pies por encima de lo real; en Bryant Park los pies están en el suelo. El montaje escenográfico es también simplista: carpas de lona blanca, sillas vestidas de sábana y espacios forrados de negro sobre el solar que da la espalda a la public library, con salida a la Sexta Avenida. Lo que da tono al ambiente es el emplazamiento, la oceanografía de las limusinas y, sobre todo, el público de la isla extraorbital que es Manhattan.

Más que esperar a ser seducido por lo que se exhibe, e independientemente de las fascinaciones que despierte Calvin Klein o Donna Karan, hay que mirar a los asistentes pintorescos, aureados, esculpidos. Un señor como Arthur Miller, con gafas como de Ralph Lauren, le dijo a una acompañante como Gene Tierney que aquello le recordaba París por la cantidad de gente que fumaba en los intervalos. De no ser una muestra internacional, los americanos se habrían ahorrado hasta el tabaco.

Segundo grado

También han economizado en las top models. A excepción de Naomi Campbell y Elle MacPherson, las top han sido reemplazadas por profesionales de segundo grado. Claudia Schiffer o Cindy Crawford cobran cinco millones de pesetas por pase y los diseñadores han reaccionado como los propietarios de los equipos de béisbol en estos meses de huelga: buscando sustitutos más baratos.

Óscar dé la Renta ha utilizado a Brandy Quiñones y a Eva Herzigova, famosa por el wonderbra. La firma británica Ghost ha contratado a Helena Christiensen. Una abrumadora mayoría, entre los cincuenta y tantos pases, han pasado de las supertop. No pueden estar seguros de haber acertado. La misma noche de la clausura se inauguró el Fashion Café, propiedad de la Campbell, Schiffer y MacPherson, en el Rockefeller Center.

Christy Turlington es ahora, en manos de Calvin Klein, la nueva chica a seguir. Más relajada, más dulce, más sugerente, menos fornida. Apta para hacer pensar, como ha empezado a verse en los anuncios de la ropa interior de Helmut Lang, donde aparecen tipos peludos y fofos, que no es obligatorio ir al gimnasio. Los nuevos corsés que suplen o aplastan contribuyen a que se asienten, bien que mal, las nuevas ropas. Cortes estructurados y más coloreados que en los ochenta, en que el imperio japonés de Yamamoto había plagado el mercado de blancos y negros.

El otoño que propone Bryant Park es el tecnicolor cinematográfico con reflejos de luminotecnia en fulgores de fibras sintéticas. Botas, tacones altos y de aguja, charol, telas fulgentes. Nada de sombreros, pero sí gafas negras. Negras en la montura, negras en el cristal. El regreso a la feminidad muy femenina esconde este secreto. Son mujeres que visten como si fueran formales de toda la vida, pero sugieren que tienen a la vez otra vida que sería imperdonable perderse. Muy moral y amoral a un tiempo. Estampados de piel de leopardo, pero no hay leopardo real. Simulación de contención, pero nadie cree en ello. La moda se mofa de la moda.

A la altura de 1995, mitad de la década, lo registrable se considera emblema del decenio. Pero ahora, en plena aceleración finisecular, tampoco hay certezas. Se vieron esmerados moños italianos con el rodel vertical a lo Audrey Hepburn, pero a su lado salían chicas a medio peinar, desgreñadas, seudopunk, como si la inminencia les hubiera arrebatado el peine. Conservación, formalidad, feminidad a la antigua. Y todo, a su vez, mentira. Como en el verdadero cine.

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