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Si lo de París hubiera salido mal

Juan Cruz

Si lo de París hubiera salido mal, aquí hubieran saltado chispas. Pero como salió bien, aquí no ha pasado nada, casi no ha pasado ni lo de París. Si hubiera salido mal, el hecho hubiera protagonizado todas las tertulias, las literarias y las otras, y todos hubiéramos estado de acuerdo en que este país es un desastre. En París había gente que mascaba la tragedia. Cuando empezó todo hubo un traductor tardío o una desconexión en el programa y entonces se oía en los pasillos:-Pronto empezamos.

Después se arreglaba todo y entonces los agoreros desaparecían engullidos por el éxito de la cosa, hasta que algún fallo ocasional permitía otra vez que sacaran la cabeza para adivinar el fracaso final de aquella empresa.

En otros corrillos, antes de que se fuera consolidando el evidente interés de aquella historia, se repartían culpas a priori:

-Es que no se puede confiar en el Cervantes.

-Ni en el ministerio.

-Ni en nada.

-Me han dicho que no está el director general.

-Sí, que yo lo he visto.

-Bah, pero habrá estado un minuto.

-Quien no ha venido es la ministra.

-Claro, la boda.

-Bueno, qué vas a esperar.

De pronto, en aquel clima se produjo un hecho que los agoreros no habían previsto. Y fue la reacción del público. Como es obvio, hablamos del Salón del Libro de París, que terminó a principios de esta semana y que este año se hizo a mayor honor de la literatura de España. Como ustedes recuerdan -¿lo recordamos o quizá ya no lo recordamos?-, cuando se organizó ese salón hubo aquí una enorme polvareda: ¿y por qué va éste y no aquél? España siempre pendiente de las listas para oponerse a las listas. Una vez inevitable ya el famoso listado, había que esperar, razonablemente, a que el Salón del Libro fuera un fracaso, pero no un fracaso en sí: lo atractivo era que fuera un fracaso para España. Que fueran los escritores, vale; que fueran los directores generales, los ministros, los subsecretarios y hasta los editores, pero había que consolidar una esperanza bien española: que nada funcionara. Porque, además, ¿qué les vamos a enseñar a los franceses que ellos no sepan?

-Cualquiera hubiera hecho mejor la lista.

-Pero, chico, ya estamos aquí.

De pronto empezó a poblarse de interés por la literatura española el salón parisiense del libro; las salas -amplias, espaciosas, bien acondicionadas para su propósito- no eran capaces de albergar la afluencia de público, que escuchaba de pie durante horas.

Evidentemente, eran franceses, jóvenes en su mayor parte, que acudían puntualmente a esas horas inhóspitas que tienen los europeos -¡a las 14.30 de un sábado un homenaje a Juan Benet y a las tres de la tarde una discusión sobre las traducciones o sobre el porvenir de las lenguas!-, mostrando un interés activo, preguntón, universal, verdaderamente generoso, insólito frente al tópico que dice que a los franceses les importa un bledo nuestra cultura y, aún más, nuestra cultura literaria.

Los llenos -esta manera de medir el interés que la gente tiene por las cosas: de alguna manera habrá que medir- fueron absolutos, permanentes y constantes; y, como era obvio, allí nadie fue llevado por el lazo del canapé o del brillo social, sino que la gente -aquella gente: periodistas, estudiantes, profesores, colegas franceses de todos los sectores del mundo del libro- fue llevada por el interés que despertaba el acontecimiento: España contando en París su más reciente historia literaria, y haciéndolo a través de escritores de las más diversas generaciones y de los registros más diferentes.

Claro, era una, apuesta -¿una apuesta?, ¿una apuesta aún?- en la cuerda floja, porque podía pasar cualquier cosa, incluso que los agoreros tuvieran fortuna; y lo que pasó, simplemente, es que se produjo la devolución de una visita. La cultura francesa -y su modo de acogida a los españoles de la época de los exilios- está incrustada en la memoria de los que escriben hoy, y este Salón del Libro de París no sólo ha sido un resultado de esa relación antigua y honda, sino que ha sido una confirmación de la mayoría de edad que tiene la imaginación española, de la importancia radical de su discurso literario.

Si París hubiera sido un fracaso a lo mejor aquí lo hubiéramos celebrado como celebramos los desastres. Pero no fue para nada un desastre.

Así que, señores, no hay nada que celebrar.

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