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Más allá de la juventud

Vista la ampliación de la esperanza de vida a la sociedad le cuesta poco conceder que con 50 años se está en plena existencia, en el momento de la culminación o en la mitad de la vida. Incluso hay publicaciones que se titulan La vida empieza a los cincuenta y se reciben también otros estímulos por el estilo. De hecho, pueden leerse consideraciones médicas subrayando que una alta proporción de personas con cincuenta y tantos se sienten mejor que 10 años antes. Buena parte de ellos han dejado de fumar y de beber, cuidan sus horarios y sus dietas y, en conjunto, han adquirido una serenidad sustancial que beneficia la cualidad de sus vidas. Los consuelos menudean mientras existe una referencia muy capital que sentencia el paso de los 40 a los 50. En concreto, para la publicidad prácticamente ya hemos muerto.En los anuncios, no es pertinente presentar a un señor de 50 años bebiendo un vodka ni a una señora de cincuenta y tantos morreando un Snapple. En el primer supuesto se da pie a pensar que el tipo es un alcohólico irredimible y, en el segundo, que padece la enfermedad de Alzheimer. Por unas y otras figuraciones basadas en el aspecto, los 50 son desestimados por la imagen publicitaria. Cualquier individuo en esta edad acepta sin rodeos que ha perdido consistencia, pero una cosa es admitirlo para sí y otra verlo corroborado en los medios. De repente, de un día para otro, los modelos publicitarios dejan de citarnos. Los personajes que siguen apareciendo son versiones precedentes y no prototipos que representan la actualidad del grupo. La peña en bloque, de la noche a la mañana, ha sido borrada en los tableros de los creativos.

Los hombres y mujeres que interaccionan en la publicidad marcan un horizonte más allá del cual hemos sido disipados en cuanto signos. Catapultados a un. cielo incompetente para promocionar los artículos. O más precisamente: en todas las campanas se prescinde de esta

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, excepto en un supuesto. Aquel que relaciona al personaje con la enfermedad, sea la dilatación de la próstata, el colesterol, los seguros de vida o ciertos productos financieros con ventajas inspiradas en la decrepitud. En los planes de jubilaciones sale un mustio matrimonio con gafas haciendo cuentas en torno a la mesa del comedor, y en ciertas ofertas de inversiones seguras está él pescando a la orilla de un río provisto de una caña y vestido de pensionista.

La supuesta placidez de estas tomas nada tiene que ver con aquellos anuncios de lociones y perfumes embaucadores donde se anotaba la musculatura del hombre y el omóplato bruñido de una mujer. Si alguna vez el modelo da cuenta de las condiciones de un nuevo coche debe darse por descontado que resaltará su seguridad y confortabilidad del mismo modo que se hace en la teletienda con las butterfly y las camas anatómicas que evocan los problemas de las vértebras.

Todo esto puede parecer normal visto desde fuera, pero mientras hace unos días se disfrutaba de un aventajado lugar al costado de chicas que contemplaban el júbilo con que nos afeitábamos, ahora, de repente, no importa de ningún modo en qué nos ocupamos y si nos aseamos o no. Más bien se supone que no existimos o no existimos para ser filmados. En los códigos publicitarios nuestras operaciones de vestir, conducir un coche o beber una copa se han imbuido de una morosidad opuesta a la dinámica del anuncio. A los creativos no les convence el dictamen científico sobre el alargamiento de la actividad y la preservación de facultades en estos años, según la mejor medicina internacional. Les basta conocer que las fuerzas no son las mismas y que, en su rebaja, puede percibirse alguna sombra de acabamiento.

Conscientemente, la publicidad prescinde de nosotros porque de forma estricta nos cree poco relevantes para sus cambios y menos aún para tirar de ellos. Podemos procurar dinero a nuestros hijos, pero no somos el objetivo a captar. En la cetrería mercantil hemos perdido cotización como piezas. Sólo con excepciones renovaremos la casa, cambiaremos los electrodomésticos o algunos comprarán un nuevo coche definitivo. Las clínicas, los descuentos para beneficiarse de un chequeo o los fondos de inversión están recordando, en cambio, la mejor manera de colocar los posibles ahorros.

Puede ser, en efecto, que la generación disponga actualmente de más dinero, pero su destino no es trasponer el orden de las cosas. Paralelamente, puede que se haya ganado más poder, pero se trata de esa clase de espesor en el que la novedad se embarra. En suma, si se ha logrado una posición social es lo menos que podía esperarse a estas alturas. Si no se ha logrado es mejor callarse. Casi cualquier producto no relacionado con la astenia, la hiperacidez, el tinte para las canas o las gafas bifocales hace mala pareja con un hombre o una mujer de 50 años. Incluso los productos para combatir una gripe se relacionan con gente más joven en consideración a que una gripe en edad avanzada ha matado ya a miles de adultos. Cualquier denotación funesta está razonablemente excluida del ritmo publicitario que con frecuencia requiere a los modelos que corran, se lancen en paracaídas o se alborocen como si no les pasara nada. Tampoco los ambientes de trabajo, aceptables para promocionar ordenadores o fotocopiadoras entre personas con 50 años, incluyen a empleados de esta década, a los que se les supone o bien en los puestos más altos de la dirección o desterrados del disfrute tecnológico. La oficina próspera está ocupada por gentes de los 20 a los 40. Las personas de 50 se resguardan en sus despachos o están a punto de despedirlos en la siguiente reconversión. Sólo se puede anotar, entre casos aislados, el anuncio de una companía aérea norteamericana donde se ve a un piloto que con cincuenta y tantos pretende suscitar confianza en su veteranía. Este personaje cincuentón que utiliza America Airlines aparece, sin embargo, acudiendo a la revisión periódica para verificar cómo siguen sus facultades, con lo que se da a pensar que muy pronto dejará de vérsele.

Ejemplarmente, y como excepciones muy citadas por las revistas femeninas, existen un par de modelos con 50 años: Lauren Hutton anunciando RevIon y Candice Bergen promocionando la compañía telefónica Sprint. El primer supuesto ha sido considerado tan extraordinario que hasta hace poco no cesaban de aludirla como una demostración de la milagrosa eficacia del cosmético, lo que era todavía más sospechoso. Efectivamente, no ha durado mucho.

Fuera de la publicidad no se vive tan mal. ¿Pero cómo pasar por alto ese mundo de representaciones coloreadas? La e)¿pulsión de los anuncios es equivalente a ser desterrados de la seducción comercial y, alegóricamente, del sistema de lo deseable. En el terroso espacio de lo real, muchas mujeres siguen dándose cremas antes de dormir, otras van al gimnasio; los hombres maduros y con recursos se compran coches deportivos o Eternity, de Calvin Klein, pero inevitablemente la prestación como objeto está concluida. Fuera del encuadre de la cámara, los modelos se han subjetivizado y remitido a la privacidad. Hay mujeres y hombres públicos, pero es muy raro que se les llame para promocionar otra cosa que colecciones de libros y artículos para estar sentados. El mismo Cela se vio forzado a ganar el Premio Nobel para que lo contrataran en una promoción de excursiones.

Nuestra existencia en los 50 se encuentra en los arrabales del círculo que cultiva el marketing.

Hay productos que prometen mejorar la vida para los 20 o para los 40, pero después de los 50 casi cualquier cosa empeora. Ni siquiera a los calvos se les sigue ofreciendo un entretejido.

La década conduce al umbral en que la gente muere ya sin demasiado tumulto y esto es acaso lo peor. El que muere a los 40 despierta un solidario rencor contra el destino, pero para quien desaparece en los 50 mucha gente encuentra razonables explicaciones que justifican el fallecimiento. Se entiende que el mercado busque ir más allá, que pretenda sacar ventaja no de la acumulación del tiempo, sino de la acelerada temporada donde el tiempo resucita siempre. Todo esto es altamente comprensible. Tan sorprendente y sencillo de entender que el fulgor de la inteligencia asusta.

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