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Tribuna
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La cojera de Mihura

Juan Cruz

Habrá que volver a contar la anécdota de Miguel Mihura. Cuando tenía un éxito teatral llegaba cojeando, sin motivo, al Café Gijón.-¿Y por qué cojea, maestro?, le preguntaban.

-Porque así se apiadan de mí y me perdonan el éxito de mi último estreno.

Cojeando debían entrar en los sitios muchos españoles, cuyo esfuerzo les ha supuesto éxitos . imperdonables. Ésta es una sociedad admirativa y despectiva, con virulencia similar en ambos casos. Si se produce el éxito en el primer libro, porque el éxito es de un escritor, se dice cuando aparece el segundo:

-El primer libro sí que era bueno. Es que se creyó demasiado el éxito.

Pasa sucesivamente con pintores, cineastas, entrenadores de fútbol, actores, actrices, jóvenes y viejos. El éxito siempre está ahí, como un acontecimiento detenido que jamás se perdona, esperando de los demás su venganza intangible, su desprecio profundo. Como si ganar fuera perder a la larga.

Ayer mismo presentaba su último libro (Las amapolas, Plaza y Janés) Pedro Casals, un novelista que en lugar de entrar cojeando en los bares consiguió mitigar las consecuencias del éxito propio recluyéndose tanto que ahora su producción narrativa parece hecha con seudónimo: vive en una casa rodeada de árboles, en Cataluña, y desde allí ha construido un universo novelístico que si hubiera sido producido en Oxford (Misisipí) por un grupo de norteamericanos avispados sería hoy un best seller aún más rutilante. Pero Casals es español y tranquilo, y aunque no cesa de escribir, tiene aún tiempo para hacer que la realidad se parezca a sus novelas.

El éxito siempre esconde su venganza. Y hay que guardarse de ella con la ironía y con el distanciamiento, como si fuera una caspa que va con otros. El otro día, cuando el embajador francés condecoró a Bryce Echenique como chevalier de la orden de las artes y las letras, pudimos imaginar un acto similar protagonizado por las autoridades compatriotas del autor de Un mundo para Julius. El éxito siempre lo subrayan mejor los vecinos que los de la propia casa, sobre todo cuando ese éxito es producto de una voluntad sostenida, de una obra literaria que, como la de Bryce, ha resultado un implacable relato irónico de la sociedad de la que proviene. Vestido de oscuro, elegante como un diplomático inglés, habló de Proust y de su madre -la dulce afrancesada- como si estuviera narrando la historia de otro, y luego se tomó un zumo de tomate explicando las razones de un exilio sostenido y reciente, como si se hubiera ido lejos para no escuchar más ruidos:

-Es que bajo el sol de Gran Canaria se lee mucho mejor.

Ahora publica una nueva novela (No me esperen en abril, Anagrama); ya no le esperarán con los dientes afilados los que no le perdonaron el éxito de Un mundo para Julius, pero sí habrá alguien que diga lo de siempre:

-Ahora bien: nunca superará los mejores momentos de Un mundo para Julius.

Y él sonreirá, con la condecoración de la ironía en los espejuelos breves tras los que esconde su mirada memoriosa.

Hay que estar preparado para aguantar el chaparrón paradójico del éxito, con sus puntas sucesivas de fracaso. Una perplejidad a la que está acostumbrado Fernando Fernán-Gómez. Uno de los mayores genios del cine español; un personaje igual de atrayente cuando actúa que cuando reposa en su casa, donde ya Madrid es el campo. Su última película (Siete mil días juntos),elogiada por la crítica, saludada por su frescura paródica como una nueva contribución suya al cine español, ha durado en las pantallas madrileñas exactamente lo que un caramelo a la puerta de un colegio. Él no se inmuta, porque está acostumbrado a hacer con el triunfo y con el fracaso lo que aconsejaba Rudyard Kipling: ambos son impostores y hay que recibirlos siempre como una amenaza de filo similar.

-Ya la pondrán en otras ciudades, decía este pelirrojo igualmente memorioso que tampoco cojea como Mihura, pero que se esconde en la inmortal sabiduría de los que descreen de todo lo que brilla.

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