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Tribuna
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Furor frío en el asfalto

¿Por qué en el furor frío de algunas miniaturas pulp -por ejemplo: El gran golpe o Ciudad de pesadilla, de Hammett-, la intensidad de la acción y la violencia relatadas se multiplica hasta acercarse a lo insoportable?Hay una primera causa ostensible: la casi salvaje concisión, que expulsa de antemano del relato todo remanso y toda retórica, y obliga al escritor (y al cineasta que osa filmar ésa su escritura) a ir al grano con navaja en vez de pluma o cámara. Pero hay otra causa menos evidente, pero más poderosa y determinante: la mirada, concentrada sobre el áspero y rugoso papel de estraza, del lector destinatario, un individuo solitario y Callado; un hosco hombre de acera y de vagón de metro que, en épocas de derrumbe, acosado por la presión del asfalto de su ciudad, busca en esas páginas un respiro, y en cambio encuentra que algunos escritores telegráficos y punzantes introducen en ellas, en lugar de alivio, la semilla de un desconocido malestar, lo que convierte a una humilde literatura de consumo popular en un puñetazo movilizador de conciencias, de ideas, de comportamientos y de convicciones.

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Películas negras escritas sobre papel de estraza

¿Por qué -además de dos de los escritores fundamentales de esta explosiva veta de la literatura negra: Dashiell Hammett y Jim Thompson- los cineastas menos digeribles por el sumidero de la estrechez nacionalista estadounidense -ésa que desembocó en la irreparable devastación creada por la caza de brujas del senador Joseph McCarthy a finales de los años cuarenta y primeros cincuenta- fueron precisamente aquellos que demostraron tener mejor pulso para sacarle punta a este tipo de furiosas ficciones? ¿Por qué la obra cumbre de la mayoría de los grandes cineastas desterrados de Hollywood suele indefectiblemente ser un filme de esta dura especie?

Recordemos que el expulsado Robert Rossen dirigió El político y El buscavidas; que el amordazado Abraham Polonski creó Cuerpo y alma; que en Sed de mal acabó para siempre la carrera hollywoodiense de Orson WeIles; que a Joseph Losey nunca le perdonaron allí The Prowler; que las dificultades de Elia Kazan comenzaron con Boomerang; que Jules Dassin filmó Mercado de ladrones y La ciudad desnuda y tuvo que salir por pies hacia Europa; que el indomesticable y todavía intragable en Hollywood Arthur Penn filmó La noche se mueve y Bonnie y Clyde; que John Huston sobrevivió al parto de El halcón maltés sólo con mucha picardía y más suerte. Y muchos más. Allí donde se filmaba una obra negra, o algo olía a concisión pulp en algún rincón de un estudio, se enchufaban apresuradamente las linternas del interrogatorio inquisitorial (la lúgubre trastienda del Comité de Actividades Antiamericanas) de McCarthy y se afilaban las tijeras censoriales de su colega Hays. El thriller asustaba, y sigue asustando, en la parte oscura de la tierra que hizo posible su genio, pero que también hizo posible el esposamiento y encarcelamiento de su más alto espíritu creador, Dashiell Hammett.

Los cineastas inconformes o malhumorados se refugian con inquietante frecuencia en esté tipo de historias cuando quieren mover la inmovilidad que les rodea y atosiga. Hace poco tiempo, Robert Altman eligió en The player la forma negra para sacudir sin clemencia, desde fuera de Hollywood, la modorra hollywoodiense. El seco y sarmentoso poema urbano pulp sigue siendo una mina de fascinación e intranquilidad; y es ya norma adoptarlo por quienes quieren salirse fuera de la norma, pues parece haber algo indomeñable y generador de malestar en las gotas de sangre que destila este turbulento estilo literario, fuente de uno de los capítulos más ricos de la historia del cine estadounidense. Coppola, hace 20 años, despertó las esencias del cine negro del sueño en que lo había sumido, otros 20 años antes, McCarthy. Y parece que, tras este despertar, sigue vivo. Al menos hasta que otro McCarthy -y hay síntomas de que alguien prepara su desembarco- lo duerma de nuevo y el cine deje otra vez muda su voz ronca, a la espera de un nuevo despertar.

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