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Tribuna
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Palabras y, luces sugerentes

No sé si el mejor actor fue Echanove, por El cerdo, que no era la mejor obra, que sería quizá Las bodas de Fígaro; o la mejor actriz pudo ser Natalia Dicenta, por su exquisita Zapatera, de Lorca; que puede que no estuviese mejor dirigida (pero no peor) que Perdonen la tristeza, por Paco de la Zaranda... Y el joven actor Luis Merlo, en Calígula, pasando de un techo que había dejado alto Rodero. Actores de poco nombre, Anne Serrano y Julián Montero, pero precisos y justos, como los de la compañía Koyaanisqatsi (buscar ese nombre es un acto de humildad: una renuncia a que la gente les cite) en la punzante y trágica Sin maldita esperanza, de Alfonso Armada; o Rosario Lara y Roberto Quintana, en Pasodoble, tan bien hablado, y bien ideado, que sigue haciendo daño al abuso patriotero y revelando la dialéctica del amo y el esclavo... Hacer el concurso de los mejores siempre será espectacular, pero pocas veces justo: hay preferencias. Pero el amontonamiento de nombres que se vienen a la memoria para bien, al repasar el 94, es espectacular y rico, y dejará sin habla a quienes niegan que haya un verdadero teatro vivo interesante. Lo que pasa es que está mal regido, mal planteado: que los espectáculos se cierran y se acaban antes de ganar espectadores, que los.espectadores no tienen orientación, que las salas escondidas están lejos, frías, mal conocidas...Pero no se me va a olvidar fácilmente el último acto, la larga escena de amor, de Una luna para el bastardo, dirigida por Malla; ni la masturbación de cara (o lo que sea) al público, bien eyaculada, de Amador, por el Toneelgruip, de Amsterdam... No ha pasado en vano el encuentro dialéctico de profesor-alumna, de hombre-mujer,. en Oleanna de David Mamet (la excelente y bien intenpretada obra no tuvo público, en el María Guerrero); ni la bruma de angustia y guerra de La calle de los cocodrilos, adaptada de los cuentos de Bruno Schultz (en escena, el pistoletazo con que un oficial alemán mató al autor, judío polaco); ni el esmerado juego cómico que Cytrynowski y Marsillach inventaron, para soportar ellos mismos a los clásicos, en Don Gil de las calzas verdes.

El berbiquí de Boadella

Y la consagración del regreso de María Jesús Valdés, magnífica actriz apoyada por la gloria de Nuria-Espert, en El cerco de Leningrado de Sanchis Sinisterra (no llevo la cuenta: tres, cuatro, cinco obras de este autor gustaron en la temporada). Y María Asquerino, con Eva García y Socorro Anadón, en Triple retrato; o la palabra evocadora del monólogo de Juan José Millás.Ella imagina: ella, Magüi Mira... Tampoco se me va a olvidar El Nacional, de Boadella, este berbiquí en varios dramas encapsulados en uno...

Hay,más, hay más. Momentos, palabras, rostros y actitudes, directores brillantes y agudos,. luces sugerentes...

¿Qué es lo que pasa, en fin, con el teatro, que así sobrevive? Que predomina el horror. Que entre las excesivas doscientas obras de una temporada en una ciudad como Madrid (Barcelona ha tenido muchos menos estrenos, pero mejores, o más significativos: cómo no iba a estar la interpretación de Pou y sus compañeros en La corona de espinas, como homenaje a Sagarra; como homenaje, sobre todo, a un idioma) lo que sobrenada es una sensación de fracaso y hundimiento.

Puedo yo mismo tener de mí la sensación de un crítico desagradable y despectivo por el conjunto de lo que rechazo, o hasta de lo que ni menciono; y por las noches de tedio que se siguen unas a otras. Pero al repasar, al ver esta colección de brillantes entre la ganga, de buena gente de teatro haciendo bien su oficio, y de textos y de trabajos de escenógrafos y. directores que han acertado, hay que mirar hacia atrás con bastante satisfacción. Pero sin ninguna esperanza de que este año en el que ya estamos traiga una ordenación mejor, una separación justa entre lo bueno y lo malo: una depuración. Es el riesgo de un arte que no está seleccionado por su propio público, sino por las subvenciones, las élites, los compromisos, los funcionarios culturales, los sponsors, las conveniencias.

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