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Los monstruos quieren amar

Vicente Molina Foix

La sangre está en boga. Hace sólo quince años nadie se molestaba por ella, y su curso era callado, como el de un río subterráneo cuyas sabidas aguas no nos salpican. Entonces, y aún más hace 30 años, los fluidos del cuerpo que causaban furor eran espesos y blancuzcos o negros; en la cama el salto amoroso se hacía sin redes de goma, y de los dedos de los más avanzados se desprendía la tinta que alimentaba las multicopistas. Había muchos slogans, y más panfletos que ahora, o por lo menos tenían una densidad menos electrónica. En países de corte autoritario correr ante los guardias con las manos tintadas era un peligro, y también lo podía ser correrse fuera del tiesto bendecido; pero la sangre todavía no era culpable. Se recordará también, o eso espero, que hace sólo 20 años no había sangre azul fresca en nuestros mercados, aunque se disponía de una pequeña reserva almacenada a temperatura-ambiente.Ahora la sangre es temida, vigilada, analizada, aislada, exaltada. Millones de personas han muerto infectadas por un virus impuro que viaja por las venas como el asesino de la autopista, y otros pocos millones más matan hoy en nombre de su pureza: serbios, hutus, fundamentalistas de la religión etarra o islámica. Un ministro francés perdió su puesto por una mala transfusión. Una princesa semi-heredera, siguiendo quizá el ejemplo de príncipes nórdicos, anuncia la inminente fusión de su egregia sangre con otra más parecida a la nuestra.

El cine se hace eco de esta moda tan grave y chillona. No me refiero a las películas terroríficamente sanguinolentas o gore, en las que algunos directores como Tarantino, Sam Raimi o el nuevo talento Peter Jackson brillan con el fulgor de la hemoglobina. Hablo de las cintas de la serie A por las que los grandes estudios de Hollywood apuestan, poniéndolas en su cuadro de honor. Hace dos años fue el Drácula, de Coppola; esta temporada los acontecimientos son Frankenstein, de Branagh y Entrevista con el vampiro, de Neil Jordan.

Habrá más.

No caeré en la nostalgia de las comparaciones, pues el cine, por su naturaleza de arte disfrutado en compañía, es más propicio a la injusticia de los recuerdos que cualquier otro. El terror clásico, desde el germano-yanki de los años treinta hasta el británico de los míticos estudios Hammer, produjo películas tan suntuosas como la de Coppola y tan banales como la de Branagh, una histérica y chillona adaptación casi fiel del libro de Mary Shelley. En cuanto a Entrevista con el vampiro, las hermosas imágenes de Jordan (y la extraordinaria interpretación de Tom Cruise) ponen picante a la insípida historia contada en la novela por Anne Rice, pero ni aun así evita el director irlandés que su película sea tan vacua como el libro.

Lo fascinante de estas nuevas y grandiosas películas es el modo de presentar la sangre. El rostro hermoso de los cuatro vampiros titulares tiene, en uno de los aciertos visuales de Jordan, venas superficiales que dan a la belleza insana la fragilidad de lo expuesto, lo rompible. Son seres enfermos y a la vez curados por la sangre. Sangre y sexualidad son en ellos vasos comunicantes. Del filme de Branagh hay que agradecer -si se tiene estómago para verlas- las escenas de corte y confección de las criaturas mostradas con una apabullante riqueza de carne y líquidos corporales. Nunca el aspecto crudo y cosido del monstruo se ha visto tan claramente en la pantalla.

Lo llamativo de esas figuras dolientes es su deseo. Tanto los espectrales chupadores de Jordan como la tierna creación del doctor Frankenstein que encarna genialmente Robert de Niro vagan por el mundo clamando por un remedio amoroso. Son repelentes, y su beso suele ser letal. Aun así intentan la felicidad. Como nosotros, que ahora despertamos del sueño de una época más alegre y segura y nos vemos con la sangre al cuello. Amenazados por un enemigo que potencia lo que llevamos dentro e impotentes para impedir su derramamiento en otras fronteras. Por eso no es extraño que hasta las princesas se enamoren de una plebeya sangre mortal.

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