Gente feliz en los museos
Las maletas de Úrculo simbolizan muy bien la atmósfera del Metropolitan de Nueva York
Los hermanos Weintrop, de 92 y 86 años, fotógrafos de los principales artistas de este siglo, entre ellos de los españoles Joan Miró, Luis Gordillo, Antonio Saura y Eduardo Chillida, van todos los viernes por la tarde a comerse el mejor rosbif de Nueva York. Viven lejos de Madison Avenue, donde está el restaurante al que acuden, pero hacen cada semana este viaje como si fuera una peregrinación religiosa; el mayor bebe vino, a ser posible de Rioja, pues es un buen conocedor, y su hermano toma cerveza. Ambos hacen yoga, pero el mayor atribuye su excelente forma física, entre otras razones, a su hábito de beber tinto. Su hermano, que es quizá el más silencioso pero el más diligente de los dos, hace la cola de las bebidas, y no sólo le sirve a él, sino que reparte su tiempo y su energía con los restantes comensales. A su alrededor, en ese restaurante, había el viernes que les vimos cientos de personas como ellos, todos felices comiéndose su rosbif. El restaurante es peculiar, pues no aparece en las guías gastronómicas, sino en las páginas de arte de los periódicos. Se trata, como habrán adivinado, del comedor del Metropolitan Museum de Nueva York.El rosbif es una tradición del Metropolitan, como la calidad de sus exposiciones; el día que estuvimos allí habían pasado por sus salas cerca de 10.000 personas; cuando fuimos había cientos en los vestíbulos, muchos de ellos tomando helados o charlando, sentados en el suelo o en las escalinatas, leyendo prospectos o besándose, y fijándonos bien en las mesas del restaurante, observamos que casi todo el mundo comía rosbif. Es un comedor enorme, como de estación de la Segunda Guerra Mundial, y su sonido recuerda al de los colegios mayores, de modo que se establece enseguida la sensación de libertad y de sosiego íntimo que producen en los mayores las atmósferas juveniles. En el Metropolitan estaban muy contentos, porque últimamente han conseguido nuevas donaciones multimillonarias y así están en condiciones de seguir haciendo muestras espléndidas en el exterior, como la que van a hacer ahora en Kyoto (Japón), con sus fondos, o como la que hicieron hace dos años en la Alhambra de Granada; están un poco disgustados con España, porque este país -su Gobierno, más exactamente- les suspendió una exposición sobre la España medieval que habían preparado con el ahínco que en ellos es natural, aunque ahora tienen noticia de que hay de nuevo interés oficial por resucitar el proyecto. Pero están contentos; son gente feliz en el museo.
Están muy bien rodeados, claro, y esa sensación de estar bien rodeados de excelentes obras de arte, gran parte de ellas compradas en países como el nuestro en tiempos en que países como el nuestro dilapidaban su patrimonio, contribuye a su felicidad.
La heredera universal del Reader's Digest, que debía sentirse muy a gusto en este museo, dejó escrito en su testamento que a lo largo de los siglos debía haber siempre flotes frescas en el vestíbulo principal del Metropolitan, pagadas siempre con los intereses multimillonarios de su inacabable cuenta bancaria; y allí están las flores, renovadas cada día, como en un invernadero extraordinario y bellísimo.
La gente queda allí, para comer rosbif, para ver o para verse; de vez en cuando aparecen en aquellas salas majestuosas y tranquilas fotógrafos extraordinarios -como éstos que comían rosbif con nosotros- que fotografían allí sus modelos, o copistas, jóvenes que copian obras de arte en posiciones verdaderamente inverosímiles; es una hermosa ocasión de comprobar que los museos no son tumbas en las que el arte se encasilla como si fueran sus representaciones leyendas dibujadas de dinosaurios pestilentes; en el Metropolitan, este templo clásico y ecléctico del arte, podría pasar cualquier cosa en cualquier momento, y el museo la asimilaría como propia, porque lo primero que surge a la vista al ,entrar en él es la sensación de vida, con la maravillosa posibilidad del error y del acierto en el que tantas veces sume a la gente la necesidad de seguir haciendo cosas.
Viendo estos días en Madrid las maletas con las que Eduardo Úrculo tantas veces se ha trasladado al Manhattan en que sueña, tropezamos con una frase que le dedica Mario Vargas Llosa al pintor asturiano: "Partir no es morir un poco, sino vivir intensamente ( ... ), pues significa probarse y arriesgarse a cada paso, y derrotar al apolillamiento y a la muerte que se ciernen sobre los artistas que se quedan quietos, satisfechos con lo que han logrado, convertidos en estatuas de sí mismos". La sensación que se vive en el Metropolitan es la que da del arte viajando, huyendo de la atmósfera verdaderamente apolillada de la quietud y de la muerte, huyendo incluso de lo que ha llegado a significar la palabra museo, y ese símbolo de las maletas que ahora Úrculo nos pone en todas partes le viene muy bien a esa atmósfera de gran tranvía repleto de gente feliz que va y viene por los pasillos pobladísimos del Metropolitan Museum en los que cualquier día veremos, sin que nadie se asombre, caminar en solitario una de esas valijas de bronce.
Pero, en fin, hay que volver, dejar el rosbif del Metropolitan, abandonar a nuestros amigos los fotógrafos longevos y sentarse a pedir un cortado en la cafetería del Museo del Prado, el museo intacto.
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